Ya mostré en otra entrada mi entusiasmo ante la idea de ver en directo Il prigionero de Dallapicolla y Sour Angelica de Puccini. Fue quizá por culpa del mismo por lo que salí relativamente defraudado (digo relativamente porque el nivel medio fue estimable) de la función ofrecida por el Teatro Real el pasado sábado tres de noviembre, no terminándome de convencer ni la doble propuesta escénica de Lluís Pasqual, ni la dirección musical de Ingo Metzmacher ni las voces congregadas. Estas últimas, por cierto, las del segundo reparto, con Georg Nigl como el prisionero y Julianna Di Giacomo en el rol de la monja; René Kollo había cancelado días atrás por estado vocal al parecer comatoso y fue sustituido por el carcelero del primer elenco, Donald Kaasch. Pero vayamos por partes.
Il prigionero
En esta primera mitad de la velada lo que más me gustó fue la vertiente escénica, pues Lluís Pasqual no solo sintonizó a la perfección con el espíritu siniestro, opresivo y anticlerical –eso también- de la fascinante obra de Luigi Dallapiccola, sino que además sacó un enorme provecho teatral de las plataformas giratorias en las que se basaba su propuesta, creando una especia de laberinto de rejas que parece no tener final y del cual la única escapatoria (presunta escapatoria: “¿la libertad?”, se pregunta el prisionero tras sonar los últimos compases) es la inyección letal que le administra -con infinita educación y cariño- el sacerdote responsable de la prisión. Que la acción estuviese trasladada desde tiempos de Felipe II hasta un futuro no demasiado lejano me parece una aportación plausible. Menos conveció la escena de represión carcelaria en el primer interludio coral: no parece que fuera esa la idea del compositor.
Ingo Metzmacher –hace poco triunfador al frente de la Filarmónica de Berlín en un concierto que comenté por aquí- hizo sonar a la Sinfónica de Madrid muy por encima de su nivel habitual. Dirigió además con un portentoso sentido del color y de las texturas, algo fundamental en este título, y acertó a la hora de recrear la atmósfera malsana que desprende la partitura. Si le pongo algún reparo es porque, quizá en un intento de tender un puente hacia la obra de Puccini –como el maestro afirma en la entrevista de YouTube colocaba más abajo, los dos compositores parten de la misma base-, acentuó la vertiente lírica de la página en detrimento de la más ácida, visceral e implacable: la comparación con lo que hizo Salonen en su registro para Sony le deja en evidencia.
En cualquier caso fue la de Metzmacher una muy buena dirección, y si el título de Dallapiccola quedó cojo fue por culpa de los cantantes: Georg Nigl y Donald Kaasch se mostraron muy discretos desde el punto de vista técnico, de tal modo que a veces ni se les oía (y eso que yo estaba en un sitio con excelente acústica de la segunda planta). Tampoco estuvo muy lucida Deborah Polaski en el breve pero muy exigente rol de la madre, todo lo intensa en lo expresivo que suele pero lastrada por ese agudo destemplado que desde hace ya lustros le conocemos cuando la soprano norteamericana tiene una mala noche. En realidad quienes mejor funcionaron fueron Gerardo López y David Rubiera en sus breves intervenciones como sacerdotes/carceleros. En suma, muy bien la escena y el foso, flojos los cantantes.
Suor Angelica
A la vista de la críticas alcanzadas por Veronika Dzhioeva, parece que acerté –había buscado vídeos por la red- con Julianna Di Giacomo, una voz homogénea, rica en vibraciones, más cerca de lo lírico que de lo ligero, al servicio de una línea netamente italiana y de una expresividad sincera, sin blandenguerías ni excesos veristas, aunque todavía por explorar los recursos canoros para alcanzar la riqueza en matices propia de una gran cantante. Por eso mismo me dejó un poco con la miel en los labios. O será quizá que tengo todavía en mente la conmovedora recreación que ofreció en versión de concierto hace años en Jerez Cristina Gallardo-Domas. En cualquier caso, es de justicia destacar el alto voltaje emocional alcanzado por Di Giacomo no en el aria, sino en la dramática plegaria final tras la ingesta del veneno.
El papel de la tía princesa está escrito para contralto. Podía esperarse un desastre por parte de la Polaski, pero no fue así: como sus problemas serios los tiene arriba y no abajo, logró una recreación muy digna en la que no hubo lugar para truculencias y sí para las buenas dotes escénicas de esta Brunilda reconvertida en severísima puritana. El nivel medio de las monjas fue bastante alto, cosa que no siempre ocurre en otros teatros más importantes; especialmente destacable la participación de Marina Rodríguez-Cusí como la celadora.
Metzmacher dirigió con magnífica técnica, sensatez, buen gusto e irreprochable estilo, pero a mi parecer se quedó muy por debajo en inspiración de los enormes logros que han logrado directores como Bartoletti, Maazel, Bonynge, Chailly o Pappano: se puede ir más allá en sensualidad, en emotividad y –sobre todo- en magia sonora. Solvencia, pues, pero nada más por parte del maestro en una página bastante ajena al repertorio en que se mueve cómodo.
Quien menos convenció en esta obra, a mi entender, fue Lluís Pasqual. Pero no por reutilizar la escenografía de Paco Azorín para Il prigionero, porque al fin y al cabo la heroína pucciniana también vive un encierro contra su voluntad, sino porque la misma resulta excesivamente austera y siniestra para lo que pide una partitura que, sin llegar a la cursilería, rezuma lirismo, melancolía y ensoñación poética. Además, la dirección de actores resultó bastante convencional, con pocas buenas ideas y más de un tópico que se podía haber evitado. Eso sí, al menos no pone a bailar a las monjas en plan Sonrisas y lágrimas (como hace Jack O’Brien en la tan espectacular como despistada producción del Met) y tampoco cae en la tentación de eliminar el milagro final: aunque no sale la Virgen, Suor Angelica sí muere con su hijo en los brazos al tiempo que el fondo negro hasta entonces imperante se torna luminoso. Escena floja, dirección plausible y buenos cantantes, en definitiva. Parece que no se puede tener todo, aunque al menos hemos podido disfrutar en directo de dos magníficas óperas que se programan mucho menos de lo que deberían.
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