Lo poco que hasta ahora conocía de la directora Julie Taymor –señora esposa del compositor Elliot Goldenthal- me había gustado: la tan morbosa como desagradable y visualmente atractiva película Titus, la oscarizada y algo menos interesante pero en cualquier caso arriesgada Frida y, ya en el campo operístico, la puesta en escena del Oedipus Rex de Stravinsky que en lo musical contó con unos espléndidos Seiji Ozawa, Jessye Norman y Philip Langridge. Es por ella y no por la película Disney, que no he visto hasta literalmente anteayer, ni menos aún por la música de Elton John, artista con el que no conecto lo más mínimo, por lo que el pasado sábado 8 me acerqué a la Gran Vía madrileña a ver El rey león, exitosa producción de Broadway en la que la directora norteamericana se lanzaba con red para realizar algo que fuera medianamente fiel a la iconografía de la cinta animada, pero también aportara personalidad propia y solventara el problema de hacer caer en el ridículo a unos cantantes vestidos de animalillos más o menos pintorescos. Pues bueno, me ha parecido una de las más fascinantes realizaciones escénicas que haya visto jamás de cualquier obra lírica.
El punto de partida es similar al del citado título de Stravinsky, desdoblar los rostros de los cantantes en dos, el “verdadero” y una máscara, solo que aquí esa máscara, que en varios personajes llega a ser una marioneta “de cuerpo entero”, actúa con tanta o más fuerza que la cara de carne y hueso, aunque siempre ambas en paralelo, sin estorbarse y sin producir una sensación de desconcierto, tan minuciosa es la planificación del movimiento tanto de los actores como de sus –en ocasiones- muy articulados “postizos”. El resultado es por completo convincente. A ello tenemos que sumar el deslumbrante diseño de vestuarios y máscaras realizado por la propia Taymor: pocas veces he visto un mayor despliegue de belleza visual subido a un escenario. Sumemos a esto una dirección de actores y una coreografía que, al igual que todo el diseño de producción, fusionan con extraordinaria sensibilidad tradiciones teatrales de otras latitudes -concretamente centroafricanas, por razones obvias- y obtendremos la explicación del monumental triunfo que esta producción ha venido conociendo a lo largo de los últimos años.
Sobre la música poco puedo decir. De las canciones compuestas por Elton John hace dieciocho años para la película solo me interesa la primera, The circle of life. A ellas se han añadido otros números compuestos por quienes escribieron la música incidental original y arreglaron las canciones del citado artista pop, Hans Zimmer y Mark Mancina, más algunas aportaciones de Lebo M; para mi gusto igual de poco agraciadas en lo melódico, aunque el reconocible tratamiento polirrítmico del primero de los compositores citados resulta francamente atractivo en estas circunstancias. En realidad todos los arreglos orquestales son admirables, y al contrario de lo que ocurre en muchos musicales, en ningún momento se echa de menos una orquesta sinfónica completa.
El conjunto de la Gran Vía sonó de manera irreprochable bajo la batuta de James May. En cuando a los cantantes y actores, salvo algún caso concreto en el que se quedaron en la mera corrección debido a una pronunciación no del todo conseguida, lo cierto es que en Madrid alcanzaron un nivel espléndido tanto en los adultos como en los niños; mención especial para el sensacional Zazu de Esteban Oliver, con poco que envidiar al hilarante Rowan Atkinson de la cinta original. Espléndido también Sergi Albert como Scar, el malo de la función, aunque en este caso es difícil competir con la matizadísima composición que hizo Jeremy Irons para la película. La “morcilla” por sevillanas de Timón y Pumba a mí me pareció innecesaria, pero hizo reír de manera considerable al público que abarrotaba la sala. Reparos menores: se trata de un espectáculo sensacional que nadie debería perderse. En realidad, el único inconveniente serio es el precio de las entradas.
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