sábado, 19 de julio de 2008

El Tristán de Chéreau y Barenboim en La Scala

Menudo morbo: treinta y un años después de aquél monumental escándalo del Anillo de Bayreuth, Patrice Chéreau ha vuelto a Wagner. En La Scala y con Tristán, nada menos. Aunque ya no hay quien se rasgue las vestiduras. En realidad el cineasta y director teatral francés afincado en Sevilla (¿cómo es posible que el Maestranza aún no le haya encargado nada?) apenas ha cambiado sus maneras de plantear las cosas, pero sí lo ha hecho el mundo a su alrededor: lo que entonces abrió una renovadora senda para la interpretación escénica wagneriana -vía que algunos sinvergüenzas han aprovechado para montar su numerito de provocaciones y narcisismo- está hoy considerado como un verdadero clásico, y su reciente propuesta para el drama musical de amor y muerte resulta hoy de un “conservadurismo” digno de todo elogio.

Chéreau se olvida tanto de la reinterpretación “a-la-moderna” como de lo conceptual para, simplemente, narrar de manera naturalista una historia de relaciones humanas; una historia que va más allá de las consecuencias de las tensiones sexuales entre los diferentes personajes, pero que tampoco es una mera metáfora de conceptos metafísicos. Y esta historia la narra maravillosamente, con la excelente dirección de actores en él esperable y bien apoyado por la escenografía -bellísima en el segundo acto, no tanto en los otros dos- de su habitual colaborador Richard Peduzzi. Lo más llamativo de su propuesta, al margen de la sangre que chorrea Isolda durante su liebestod, es que en ella podemos ver cosas que están en el libreto de Wagner pero que desde hace tiempo andaban desaparecidas, como la marinería del barco de Tristán, los compañeros de Kurwenal durante el tercer acto y la lucha de los mismos contra
el séquito de Marke. Se echó de menos un punto más de poesía y emoción, pero aún así, tal y como están hoy las cosas, lo de Chéreau es admirable.

Musicalmente en la función a la que pudimos asistir, la del 28 de diciembre, las cosas fueron mejor aún que en la noche del estreno -que pudimos disfrutar vía satélite-, toda vez que Michelle de Young y Matti Salminen superaron las irregularidades vocales de entonces y ofrecieron dos interpretaciones extraordinarias, sobre todo la de éste ultimo. ¿Alguien ha comprendido y matizado mejor aún al personaje de Marke? Gerd Grochowski ofreció un buen Kurwenal y Will Hartmann un excelente Melot. En la voz del joven marinero, Alfredo Nigro parece toda una revelación.

Waltraud Meier volvió a demostrar, a despecho de comprensibles tiranteces en el agudo y de algún problema en el Mild und leise, que es una de las mejores Isoldas de la historia. Imposible superar su estilo, la belleza y elegancia de su línea de canto y su capacidad para explorar todos los recovecos del personaje, que entiende -con toda la razón del mundo- desde un punto de vista mucho antes amoroso que vengativo. Por no hablar de su irresistible magnetismo escénico.

El borrón de la velada fue Ian Storey. A la voz poco interesante, técnica discreta y expresividad limitada que ya percibimos en la retransmisión televisiva hay que añadir que en directo la voz corre con muchos problemas; tantos, que en algunos momentos del tercer acto en el patio de butacas de La Scala se escuchaba con más claridad al apuntador que al propio tenor.

¿Y Barenboim? Hay quien puede preferir el acercamiento más nervioso y vitalista de un Carlos Kleiber o echar de menos la profundidad filosófica de un Furtwängler, pero ya nadie discute que el de Buenos Aires alcanza el cielo con Tristan und Isolde, una página que ha madurado en su interior en los últimos lustros para ofrecer ahora una visión quizá menos extravertida y vistosa que la que proponía en los años ochenta, no tan a flor de piel, pero sí más controlada y mejor construida en su arquitectura de tensiones y distensiones, más madura y reflexiva, más rica en concepto, más matizada.

Claro que esto ya lo sabíamos. La novedad ha estado en cómo ha logrado transfigurar a la orquesta milanesa para hacerla sonar mejor que nunca, y además con una propiedad estilística fuera de lo común: admirable la plasticidad de la cuerda, riquísimo el colorido de las maderas, matizadísimas las sobresalientes intervenciones solistas de fagot y corno inglés. ¡Y pensar que hace pocos años alguien escribía en nuestro país que Barenboim era un “correcto pianista metido a director”! Qué bochorno.

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Este artículo fue publicado en el nº 805, febrero de 2008, de la revista Ritmo. La reposición de la producción con equipo artístico casi idéntico en febrero de 2009 nos invita a traerlo aquí y, de paso, a incluir una nueva entrada sobre la escasa fortuna de Chéreau en España.

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