Pues sí, era verdad lo que decían: la acústica es sensacional, comparable a la de la Philharmonie de Colonia, pero con mucho más "caché" histórico. La sala es bellísima, además, como lo es también el exterior. Los salones y los diferentes servicios, sin embargo, no me han parecido gran cosa. Tampoco la tienda, en la que esperaba encontrar descatalogados y cosas así. Tienen el mínimo. Lo peor es el ambigú: solo bebidas. Si quieres picar algo, tienes que acudir previamente al bar que se encuentra dentro del edificio, pero fuera de los espacios del concierto. Imposible en el intermedio. Muy, pero que muy mal, sobre todo si acudes, como lo hice yo, a las dos y cuarto de la tarde.
A la Orquesta del Concertgebouw la escuché tres veces en Sevilla entre 1992 y 1993 con Riccardo Chally, y una vez muchos años más tarde en Granada con Neeme Järvi sustituyendo a Jansons. Ya está. La tengo por una de más grandes que se hayan escuchado. Quizá sea el momento de decir que nunca comulgué con esa "verdad madre" de la revista Ritmo en su etapa menos plural según la cual los críticos –me lo ha contado alguien que formó parte del equipo en esa época– tenían que repetir que la mejor orquesta del mundo era la Sinfónica de Chicago. Miren ustedes, si hablamos de los ochenta y noventa, Philadelphia era igual de extraordinaria, seguida muy a la zaga por los prodigios de Boston y Cleveland. Otra cosa es confundir calidad con potencia y brillantez sonora: ahí sí que la CSO era número uno. Ya al otro lado del océano, Filarmónicas de Berlín y Viena se movían en el mismo prodigioso nivel. Lo mismo se puede decir de Ámsterdam, sin la personalidad de las dos formaciones europeas citadas, pero aportando similar virtuosismo y mayor flexibilidad para adaptarse a cualquier repertorio. La Concertgebouworkest era ya sensacional con Haitink, mantuvo e incluso subió el nivel con Chailly, superó las titularidades del discreto Jansons y del mediocre Gatti, y ahora se enfrenta a un Mäkelä con el que se espera haga grandísimas cosas.
A mí me ha tocado escucharla, el pasado domingo 21 de diciembre, con Jukka-Pekka Saraste sustituyendo a Andris Nelsons. No ha habido sorpresas: imposible tocar mejor que como lo hacen estas personas en lo que se refiere a los dos aspectos fundamentales, el virtuosismo y la musicalidad. Pienso que los primeros atriles de Berlín son todavía mejores en esto último; reconozco que en Viena aún queda parte de la inigualable sonoridad de los violonchelos de su mejor época; no tengo problemas en seguir deslumbrándome ante la insuperable seguridad de Chicago; pero tampoco encuentro motivo para no considerar a la del Concertgebouw como formación menos increíble que cualquiera de ellas. Tampoco para ponerla por encima, que es lo que algunos pretenden. La verdad, esto de ordenarlo todo con puntuaciones, tal y como nos vemos obligados a hacer a los profesores con nuestros alumnos, cada día me parece una cosa más perjudicial.
El concierto. Pues muy bien, oigan. En la primera parte se ofrecía una pieza para trompeta y orquesta de Jörg Widmann, Toward Paradise (Labyrinth VI), un encargo de Nelsons estrenado en 2021. Como me considero incapaz de escribir sobre ella, me limito a decir que me gustó bastante en su propuesta de llegar a una síntesis entre "modernidad" y trascendencia espiritual. La verdad, ya uno empieza a hartarse del recurso fácil de acudir al desgarro. Por descontado, el solista era el enorme Hakan Hardenberger, gran amigo de Nelsons. Estuvo descomunal desde cualquier punto de vista.
Cuarta de Mahler en la otra parte del programa. La aún reciente versión de Nelsons en Sevilla (reseña aquí) me pareció de referencia, claramente preferible a la que él mismo había filmado con la Filarmónica de Viena, así que eché de menos su presencia. Dicho esto, gran interés había por ver cómo se las gastaba Saraste. Se resume fácil: versión rápida –sin precipitaciones–, muy sólidamente trazada, poco contemplativa, directa al grano y con cero azúcar. Explicado para discófilos: el polo opuesto a la discutible grabación de Bernstein con la misma orquesta. Se notaba por parte de Saraste un deseo por limpiar de pringue la partitura: vibrato sin exageraciones, flexibilidad bajo control –nada que ver con los rollos de pianola conservados del propio Mahler– y sensible moderación, cuando no eliminación, de esos portamenti que a algunos nos resultan insufribles.
Fue espléndido el primer movimiento, fresco y animado mucho antes que nostálgico; cabe la otra posibilidad, la de ver esta música desde una distancia contemplativa revestida de "serenidad clásica", pero así también se disfruta mucho, sobre todo si se cuenta con unos primeros atriles tan colosales como los de Ámsterdam. Mejor aún el segundo, más demoníaco que la mayoría sin necesidad de subrayar el sarcasmo. Cosa increíble las maderas, y no digamos el primer violín: de los mejores que he escuchado en esta página.
En el tercero la cosa es más discutible, porque intentar "desrromantizar" una música tan abiertamente otoñal no resulta fácil. El resultado fue una recreación interesante sin más, menos emotiva de lo que debería al tiempo que trazada con buen pulso, apropiada tensión interna y pocas "adherencias indeseables". Muy intenso el gran clímax. En cualquier caso, hay que decirlo: Nelsons lo hubiera hecho de manera más satisfactoria.
Lo menos bueno llegó en el movimiento conclusivo, porque a Christiane Karg, que hizo una buena labor en Sevilla, la colocaron en mitad de la orquesta y apenas se la oyó. Tampoco la voz parecía estar en su mejor momento. Dicho esto, piensen un poco: Cuarta de Mahler con la orquesta que la grabó con Mengelberg, con Solti, con Haitink, con Chailly... Y en la propia Concertgebouw de Ámsterdam. Es como meterse dentro de la Historia. Una experiencia inolvidable.


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