Anda Cecilia Bartoli haciendo el Orfeo y Eurídice de Gluck en una gira por España: espero escucharla el sábado en el Teatro de la Maestranza. Se trae una edición rara de la partitura, la de Parma de 1769. Tan rara, que no he encontrado ninguna grabación de ella.
La que a mí más
me gusta es la original de Viena de 1762. Breve, despojada y directa al grano.
Reforma operística pura. Funciona de maravilla y es la que más se graba
últimamente. La de Parma, al parecer, estaba pensada para un castrato soprano,
así que se adaptará mejor a los medios actuales de una Bartoli que debe de
haber perdido registro grave. La de París de 1774, ideada para tenor, añade
mucha música nueva y maravillosa, al tiempo que pierde coherencia y unidad
dramática. Está muy bien el arreglo de 1859 preparado por Berlioz para Pauline
Viardot, que se puede hacer tanto en francés como en italiano. Finalmente
están las infinitas variantes que el director de turno desee proponer cogiendo
de aquí y de allá, que es lo que se acostumbraba a hacer hasta no hace mucho.
A partir de
aquí, hay muchas posibilidades interpretativas, incluyendo una con barítono que
confieso desconocer. La verdad es que un servidor disfruta con todas ellas, aunque
voy a confesar mis preferencias: la edición de Viena me gusta más en versión
rigurosamente historicista, con continuo abundante y cantada por contratenor, mientras
que para las diferentes “versiones largas” me quedo con la voz de mezzo e
instrumentos modernos.
Lo que viene a
continuación no es una discografía comparada, porque son pocas las grabaciones
que se comentan. Menos aún es un estudio de la evolución interpretativa de la ópera.
Se trata simplemente de ordenar mis notas para que el interesado por acercarse a
esta genial creación tenga algunas ideas de por dónde meterle mano.
Comenzamos el
recorrido, que seguirá un orden cronológico, con el registro de Sir Georg
Solti al frente de las huestes del Covent Garden de Londres, buena
grabación realizada por Decca en 1969 que posee unas voces para caerse de espaldas.
Pocas veces se ha escuchado una intérprete femenina tan adecuada para papeles
masculinos como la de Marilyn Horne. ¡Qué pasta vocal la de esta señora!
A la absoluta suntuosidad del instrumento se añade una técnica belcantista de
primerísimo orden –justo la que le permitió triunfar en Rossini–, un
fraseo cuya enorme intensidad no atenta en modo alguno contra el equilibrio
clásico y una sutileza para los matices digna de la mayor admiración. Junto a
ella se encuentra otro instrumento supremo, el de una Pilar Lorengar que,
siendo lírica pura y haciendo gala de una expresividad muy carnal, perfila la
Eurídice menos frágil y más atractiva que uno se pueda imaginar. Junto a ellas,
el Amore de nada menos que Helen Donath.
¿Y Sir Georg?
Pues fatal en el primer acto: plúmbeo y fuera de estilo. Semejantes tempi y articulación
no le sientan nada bien a Gluck. Busca el pathos y consigue pesadez. Pero hete
aquí que llegan las furias, Solti despierta y el nivel interpretativo sube de
manera fulgurante. Aquí está el maestro incisivo, vibrante y profundamente
teatral, el de las descargas de electricidad y la inmediatez expresiva bajo el
más absoluto control. Su danza de las furias –ya saben, cortada y pegada por el
propio Gluck de su maravilloso ballet Don Juan– es una de las cosas más
grandes que le he escuchado a este director en el campo operístico, que ya es
decir. Las danzas del Elíseo son lentas, pero de ellas sí que consigue extraer poesía,
justo como hace en un tercer acto que arranca –cosa bien difícil, aunque
Gardiner lo conseguirá– con enorme ímpetu teatral. Luego solo hay reparos para
el fundamental Ché faró senza Euridice, que la batuta lleva de manera
algo prosaica.
Al año 1982
corresponde la filmación en DVD que procede del Festival de Glyndebourne. Al
frente de la Filarmónica de Londres, Raymond Leppard sigue en
italiano la versión de Berlioz. El norteamericano dirige con tensión, vuelo
lírico y efusividad dentro de criterios por completo tradicionales. Sus
lentitudes no son las de Solti: lo serán en minutaje, pero no en pulso interno
en lo que al primer acto se refiere. En el segundo, eso sí, Solti resulta preferible.
En cualquier caso, es el de Leppard Clasicismo del bueno, sereno y efusivo,
denso en su punto justo y dotado de adecuada teatralidad. Hay que destacar cómo
la batuta diferencia la progresión expresiva de los diferentes segmentos –recitativos
y arias– de las intervenciones de Orfeo, en este caso una soberbia Janet
Baker. De acuerdo en que el instrumento de la insigne mezzo británica se
muestra algo gastado y en que la artista encuentra problemas en el aria adicional
que cierra en primer acto, pero su expresividad a flor de piel, su sinceridad,
su elegancia y su nada relamida sutileza no conocen parangón. ¿Se nota que es
la cantante femenina de cualquier cuerda que más me gusta de todo el siglo XX? Bien
a secas la Euridice de Elisabeth Speiser y el Amor de Elisabeth Gale.
Masivo y con desigualdades el Glyndebourne Festival Chorus bajo la
dirección de Jane Glover.
Este problema
no es nada en comparación con la rancia, fea y muy pasada de moda la puesta en
escena de un Sir Peter Hall que no logra sacar el menor provecho del
pequeño escenario de Glyndebourne. Feos los figurines neoclásicos, y muy
pobretonas las coreografías. Resultando ridículos el Amor y las Furias, lo que
se ve se salva parcialmente por la muy buena actuación escénica de la Baker.
Existe una versión en CD, que desconozco; arriba les dejo el YouTube con el audio
de los Proms, que sirve para conocer lo que allí se hizo sin lastimarse los
ojos.
Saltamos a 1989
con John Eliot Gardiner poniéndose al frente de la Orquesta de la Ópera
de Lyon y de su sobrenatural Coro Monteverdi para hacer en francés la
versión de Berlioz. Su dirección no puede calificarse como historicista, pero la
articulación se encuentra claramente renovada con respecto a las otras lecturas
con instrumentos modernos: la graduación de las gafas es la correcta y ahora
vemos las cosas muchísimo más claras, mucho más ajustadas al estilo. Otra cosa
es que el maestro, que nunca ha sido precisamente el colmo de la efusividad
poética, se empeñe en hacer un Clasicismo severísimo y distante. Así dirige a
la orquesta y lo mismo hace con su coro. La gran baza es Anne Sophie von
Otter, que será sueca pero se muestra francesa a más no poder.
Maravillosamente francesa, por dicción y por fraseo. Pura morbidez que acaricia
y eleva espiritualmente sin tener la intención de conmovernos. En cualquier
caso, la voz se encuentra en óptima forma y su canto es exquisito. Sorpresa Barbara
Hendricks: instrumento insulso, pero esta vez cantante implicadísima en la
expresión. Brigitte Fournier está irreprochable como Amore, así que el
doble CD no sufre grandes desigualdades y termina disfrutándose muchísimo.
En 1991
Gardiner vuelve a la carga, esta vez con la versión original vienesa. De manera
coherente, hace uso de instrumentos originales y de una voz de contratenor, pero
no acertó con Derek Lee Ragin: el norteamericano canta bien, salvando
sus cambios de color, pero resultar lánguido y afectado, por no decir
escasamente viril. Mejor Sylvia McNair y Cyndia Sieden. Los English
Baroque Soloist son formidables, si bien su fundador sigue insistiendo en una
severidad que en el futuro otros intérpretes historicistas demostrarán que era
innecesaria, incluso inconveniente. El Coro Monteverdi canta con exquisita y
gélida perfección.
Termino esta
primera parte del repaso con un verdadero fiasco, el protagonizado en 1998 por Arnold
Östman y los conjuntos del Teatro de Drottningholm en un registro
editado por Naxos. Están bien Euridice y Amore, Maya Boog, Kerstin
Averno respectivamente. Los conjuntos suecos cumplen con dignidad. La
dirección, superficial y a menudo confusa, puede resultar aceptable merced a su
empuje y vitalidad. Pero quien no tiene perdón es Ann-Christine Biel, una
soprano de timbre oscuro, no precisamente holgada por abajo y muy discreta en
su línea de canto. Olvídense.
CONTINUARÁ





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