Me decía ayer un amigo que está muchísimo más de acuerdo con la crítica que en su momento salió en Scherzo de La canción de la Tierra que grabó Daniel Barenboim con la Sinfónica de Chicago para Erato en abril y mayo de 1991, que con la que apareció por las mismas fechas en Ritmo. La primera recuerdo que la escribió Enrique Pérez Adrián; por descontado, la puso a caldo. La segunda también recuerdo quién la escribió, pero no si fírmó con su seudónimo por entonces habitual o con su nombre verdadero; en cualquier caso, hablaba de una versión magistral “que recuerda muchísimo a la de Klemperer”. Pues bien, después de muchos años he vuelto a escucharla. ¿Con quién estoy de acuerdo? Con ninguno de los dos.
Barenboim dirige con mucho ímpetu y enorme intensidad la Canción báquica, siempre dentro de una óptica dramática que deja a un lado decadentismo y voluptuosidad. Y ahí está el problema, porque en este caso concreto arrinconar esos ingredientes resulta un error. El fraseo no es el correcto, no suena en absoluto a Mahler, y la paleta tímbrica se queda corta: hay incisividad, pero solo eso. Siegfried Jerusalem sale airoso del empeño.
En El solitario en otoño la batuta dirige con solidez y buen gusto, y ahí queda la cosa. Waltraud Meier se contagia de la asepsia expresiva salvo en el clímax, muy emotivo y punzante.
Vivacidad, sentido del humor y un maravilloso trabajo de texturas el de Barenboim en De la juventud, pero aquí Jerusalem lo pasa mal. Seguimos con De la belleza: sin ser muy personal o creativo, el de Buenos Aires vuelve a acertar con una visión bastante animada, incluso coqueta, acertando en las indicaciones expresivas que le da a las gloriosas maderas de Chicago. Muy bien la Meier.
De nuevo incisividad, tensión y cierto carácter agónico mezclado con la imprescindible vulgaridad en El borracho en primavera. Gloriosa la orquesta. Pese a las extremas dificultades de esta parte, Jerusalem aquí sí que está bien.
Queda La despedida. Barenboim aquí está en su salsa, y aunque no comienza muy concentrado, pronto adquiere buen pulso y subraya admirablemente los timbres más sombríos, prestando especial atención al colorido de la cuerda, sobre todo de la madera grave. Eso sí, la distancia con Klemperer es sideral, tanto en lo que al tratamiento de la orquesta se refiere como –sobre todo- en inspiración: no hace falta saber mucho de Mahler con que aquí Barenboim se mueve mucho más por afinidad con la idea expresiva que por conocimiento, y que si logra atender –no puede dudarse– a la vertiente más negra de la magistral página, se encuentra lejos de otorgarle a esta su dimensión poética. Waltraud Meier sí que está excelsa, pese a que su instrumento resulte más lírico de la cuenta y a que en la posterior grabación con Maazel se muestre más sensual y rica en la expresión.
Total, una interpretación en la que los tres intérpretes tienen cosas muy buenas y otras que lo son bastante menos. La toma es notable, solo eso: deja muy en segundo plano a los cantantes y resulta algo falta de carne.
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