Hay quien puede pensar que las grabaciones de repertorio sinfónico más o menos espectacular que un director de tendencias “filosóficas” como Daniel Barenboim realizó a finales de los setenta y principios de los ochenta con la brillantísima Sinfónica de Chicago para DG estuvieron pensadas para vender sin estrujarse mucho la cabeza: cubrir el expediente y poco más. Pues no. Buena prueba de ello es este registro de 1981, increíblemente bien grabado por el ingeniero Klaus Scheibe, en el que el de Buenos Aires recrea tres de las obras más famosas, y también más controvertidas, del grandísimo Tchaikovsky: Obertura solemne 1812, Capricho italiano y Marcha eslava. La orquesta es a todas luces idónea para las mismas, por no decir la mejor de todas en aquel momento. ¿Y el director?
Se le pueden reprochar aquí dos limitaciones: falta de espontaneidad "dionisíaca" y desinterés por el aroma más o menos popular. A cambio, ofrece una disección milimétrica del tejido orquestal –la toma de sonido le beneficia, pero no es solo eso–, un portentoso tratamiento de los planos sonoros, enorme delectación melódica y denso pathos que sabe hacer uso de la brillantez manteniéndose a mucha distancia del gran peligro de estas músicas, que no es otro que el del efectismo.
Así las cosas, ofrece el maestro una 1812 bajo rigurosísimo control de los medios, globalmente algo más intelectual de la cuenta, que destaca por la cantabilidad intensa y un tanto doliente, mucho antes que pintoresca o contemplativa, de las secciones líricas. No es la versión ideal, pero tampoco conozco ninguna tan convincente como esta. La que hará el maestro con la misma orquesta en 1995 para Teldec estará mucho menos bien interpretada y grabada.
La Marcha eslava arranca de manera grave y sombría, con acentos muy dolientes en el fraseo de la cuerda, apartándose por completo de lo pintoresco para ofrecer una interpretación altamente dramática, expuesta con meridiana claridad y muy controlada, sin efectismos.
Al Capricho italiano le falta un punto de espontaneidad, de frescura, chispa y de sabor popular –imposible no acordarse de la referencial grabación de Rostropovich con la Filarmónica de Berlín–, pero a cambio se ofrece –una vez más– grandes dosis de tensión dramática, de atmósfera y e incluso de sabor amargo, ingrediente este último en absoluto habitual en la página. Total, un disco para tener en la estantería.
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