domingo, 12 de febrero de 2023

Pinnock y Pires en Sevilla: historicismo y gran tradición... británica

El de ayer de Trevor Pinnock, Maria João Pires y la Orquesta del Mozarteum de Salzburgo en el Teatro de la Maestranza fue un acontecimiento extraordinario. Ojalá que no lo fuera: es formidable tener una buena formación sinfónica local con programas de abono, pero para una ciudad de 680.00 habitantes –más la corona metropolitana– esto resulta insuficiente, sobre todo habida cuenta de que la ROSS raramente es visitada por artistas de renombre. Sevilla también necesita recibir varias veces por temporada orquestas, directores y solistas de esos de los grandes circuitos internacionales, de lo que graban discos y son conocidos por cualquier melómano. ¿Qué para ello hace falta dinero? Evidentemente. Inviértase dentro de lo razonable, y no se venga con la demagogia de que “antes están los hospitales”.

Sea como fuere, el Maestranza vivía una noche especial, con todas las butacas ocupadas, mucho público nuevo y entusiasmado –se aplaudió dos veces entre movimientos– y algún invitado muy especial, caso de Javier Perianes, rendido admirador de Maria João Pires. La de Lisboa huelga decirlo, posee el que quizá sea el sonido pianístico más bello jamás escuchado. Su toque ofrece una sensibilidad muy especial, su fraseo es de una cantabilidad plena y su concentración es capaz de hacer brotar auténtica magia. Otra cosa es que quien esto escribe no siempre comulgue con sus maneras de hacer: su tendencia al preciosismo es bien conocida, como también su rechazo de las grandes tensiones, de los claroscuros y de la densidad reflexiva. Su arte es el de la seducción, el de la búsqueda de la belleza sonora en sí misma, lo que significa que los resultados pueden ser desiguales según qué repertorio. O no: suele decirse que su Mozart es sublime y que su Schubert deja que desear, pero a veces ocurre exactamente lo contrario. En el mismo Maestranza le escuché unos Nocturnos de Chopin que me gustaron muy poco –los del disco están mejor–, pero en el Villamarta hizo un Jeunehomme de Mozart que paró todos los relojes: no lo olvidaré mientras viva.

En cuanto a Pinnock, confieso que se trata de una debilidad mía: sumando su doble faceta de director y clavecinista (¡qué enorme su reciente acercamiento a El clave bien temperado!), le tengo por uno de los más grandes intérpretes del repertorio barroco y clásico. Sí, clásico también. Su Haydn me parece francamente notable, a despecho de que en sus registros de las Sturm und Drang se perciban desigualdades, pero lo de Mozart es todavía mejor. He escuchado casi todos los discos de su integral sinfónica –me faltan algunas sinfonías intermedias–, registrada entre 1992 y 1995, y no tengo la menor duda en considerarla como obligatoria para cualquier melómano, así como primera opción para acercarse a este mundo. Luego están las geniales aportaciones que van desde Walter hasta Barenboim pasando por Klemperer y Böhm, pero para escuchar un ciclo completo, homogéneo en sus criterios y respetuoso con la afinación, los colores, el equilibrio de planos y la articulación en las que pensó Mozart, esta es la colección que hay que conocer.

Dada mi rendida admiración por Pinnock, comprenderá el lector que me dejara un poco triste su meramente correcta recreación Coriolano. No sé, a lo mejor la culpa la tengo yo por escuchar varias recreaciones históricas a lo largo de los últimos días (ver comparativa), pero no creo que sea solo eso. Tampoco se le puede echar responsabilidad alguna a la voluntad del maestro por moderar el vibrato, porque en el fondo fue la suya una lectura dentro de la “gran tradición”. Ahora bien, de la gran tradición británica: lo que escuchamos fue más o menos lo mismo que le hubiéramos podido degustar hace años a un Marriner, es decir, una recreación ágil y fluida, expuesta con naturalidad –nada del nerviosismo que es gran tentación en esta página–, dicha con un gusto exquisito, pero poco trabajada en cuestión de acentos y tensiones, parca en efusividad lírica y escasamente interesada por la exploración de atmósferas. De las dos opciones interpretativas que tiene esta obertura de Beethoven, la gótica y la electrizante, Pinnock buscó un punto intermedio que al final se quedó en tierra de nadie.


Sí que me gustó bastante la dirección del Concierto para piano nº 3 beethoveniano. De nuevo se impusieron las maneras british, pero para bien. Musicalidad, elegancia, lógica constructiva y equilibrio clásico al cien por cien fueron las señas de identidad. Un acierto utilizar timbales con baquetas pequeñas: Barenboim también lo hizo en su última grabación y le quedó divinamente. Otra cosa muy distinta que nuestro querido Trevor carezca de la absoluta afinidad con Beethoven que posee el de Buenos Aires. ¿Y Pires? Miren ustedes, a mí no me gustó lo que hizo en el primer movimiento, pero disfruté mucho porque sabía perfectamente lo que me iba a encontrar: sonoridades perladas, dinámicas recortadísimas, escasez de tensión y desinterés por los aspectos conflictivos –conflictos sonoros y expresivos, que en Beethoven son lo mismo– tan fundamentales en el universo del de Bonn. Tampoco hubo pathos en el Largo, pero aquí surgió esa especial magia que Pires consigue en los movimientos lentos –concentración, sensualidad en el toque, legato para derretirse– y quedamos todos maravillados. Risueño, cálido y con su punto de picardía por parte de los dos artistas en el movimiento conclusivo. La propina fue la misma que en Madrid: nada menos que el Largo del BWV 1056, desgranado por Pires de manera exquisita. ¡Y qué morbazo tan enorme escuchar a Pinnock dirigir a Bach con una orquesta gigante!


Quedaba la Sinfonía nº 41 de Wolfgang Amadeus Mozart, nada menos. Ofreció nuestro artista una recreación sensata y plena de musicalidad, amén de dotada del enorme entusiasmo de su grabación de 1995. Claro, aquella era con instrumentos originales y esta no, si bien la plantilla instrumental de entonces (8/8/4/4/3) era más o menos la de ahora, es decir, bastante nutrida para lo que hoy (¿por información histórica o más bien por cuestiones presupuestarias?) se lleva en Mozart. Pinnock opta por la llamada tercera vía, ma non troppo: cualquiera de da cuenta de que su recreación está más cerca de la aquella gloriosa, insuperable recreación de Daniel Barenboim y la WEDO que le escuchamos en el mismo Maestranza que del Mozart que hoy hacen los grupos H.I.P más radicales con directores como Ricardo Minasi o Maxim Emelyanychev –la Júpiter del primero me parece horrenda, no tanto la del segundo a pesar de sus excesos y excentricidades, dicho sea de paso–. 

Con Pinnock, nada de ataques violentos, de quiebros en el discurso musical, de amaneramientos sin sentido, de pianísimos imposibles o de ingravideces varias. Nada de esos recursos que atentan contra las esencias de un repertorio que no es barroco sino plenamente clásico –algunos parecen obviar este pequeño detalle–, pero que son aplaudidos por los melómanos interesados por la pose, esto es, por distinguirse de los gustos “acomodaticios y burgueses” de esa vulgar mayoría de melómanos y por rendirse ante lo que es distinto por el mero hecho de serlo.


Pinnock hizo, en definitiva, un Mozart “moderadamente informado” en lo sonoro, pero el “de toda la vida” en lo expresivo. Otra cosa es que los ataques sin vibrar de la cuerda puedan gustar más o menos, incluso molestar en algún momento; justo es reconocer que la cuerda de la orquesta del Mozarteum de Salzburgo tampoco es una maravilla. También es cierto que alguna frase del sublime Andante cantabile resultó, merced a la articulación historicista, más galante de la cuenta. Y no vamos a ocultar que en la doble fuga conclusiva –la obra de un loco, dicho sea en el mejor de los sentidos– las maderas podían haber tenido un poco de más relevancia. Pero hecha estas salvedades, lo que allí escuchamos fue una comunicativa, luminosa y a la postre espléndida recreación en la que el maestro supo aunar vigor rítmico, sentido del canto, elegancia y brillantez haciendo gala de un pleno conocimiento de lo que se traía entre manos. Deliciosa marcha mozartiana –la nº 1– como propina para un concierto de esos que desearíamos escuchar mucho más a menudo.

PD. Las estupendas fotografías son de Guillermo Mendo.

2 comentarios:

Javier dijo...

Como bien decía Ortega y Gasset; en este país para convencer se necesita seducir. La Pires es buen ejemplo de ello. Aunque su Beethoven no explote toda la tensión y fuerza, sus lecturas son diáfanas, equilibradas y de gran belleza. Muy del gusto de algunos melómanos. Respecto a Pinnock renegado de la HIP, conserva ciertas inercias viciadas de su pasado historicista que no pasan tan desapercibidas en sus ahora interpretaciones "tradicionales".

xabierarmendariz88 dijo...

La verdad es que escuchar un concierto de estas características ha debido de ser un lujo. Y además, con el hecho añadido de escuchar a alguien como Trevor Pinnock, que apenas se había salido en discos de las sinfonías de Mozart, algo como el Tercer concierto para piano de Beethoven. Es verdad que Pinnock era, probablemente, el más adaptable de los directores historicistas de su generación y que Pires podía ser una compañera de viaje como mínimo a tener en cuenta, pero últimamente se ha metido en regiones bastante interesantes, como estas incursiones de Beethoven en disco y, si no recuerdo mal, un arreglo para conjunto de cámara de la Segunda Sinfonía de Bruckner…

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