Vuelvo al único disco grabado por John Williams junto a Gil Shaham, que suponía al mismo tiempo el debut del compositor de Star Wars en el sello amarillo. Se grabó entre 2000 y 2001 con la complicidad de la Sinfónica de Boston, a la sazón la orquesta con la que, bajo el nombre de Boston Pops, el maestro registrara muchísima música a lo largo de las dos últimas décadas del pasado siglo.
El Concierto para violín fue escrito por Williams entre 1974 y 1976, es decir, es la época en la que trabajaba para el cine de catástrofes; no se estrenó hasta 1981, bajo la batuta de Leonard Slatkin. En esta obra nos encontramos con un compositor joven, en busca de un idioma personal y de inspiración desigual, pero con cosas que decir. Así, frente a un Moderato inicial aburrido e insincero tenemos un segundo movimiento de lirismo anhelante, amargo y un punto enrarecido, poniendo en evidencia el carácter elegíaco de una partitura escrita a la memoria de su difunta esposa. El tercero funciona muy bien como síntesis entre los dos anteriores, no cediendo a ese “optimismo norteamericano” tan vistoso y dinámico como superficial que uno podría esperarse. La interpretación es soberbia, fundamentalmente por un violín que sabe aunar belleza sonora, virtuosismo e intensidad expresiva.
La interpretación y grabación esta obra en el año 2000 es lo que lleva al compositor a escribir un concierto para el propio Shaham, en este casi un tríptico llamado Treesong en el que el maestro, gran amante de los árboles, parte de la contemplación de una vieja sequoia de los jardines de Boston. Aquí sí que encontramos ya a un Williams por completo maduro y de idioma perfectamente reconocible; aunque en absoluto semejante a la música escrita para los filmes más comerciales, sino en esa línea intimista que conocemos sus grandes fans. Cierto es que puede recordar bastante a Takemitsu, pero no se trata tanto de uno de esos préstamos habituales en su creación para la gran pantalla, sino más bien de una coincidencia en el espíritu: ya se sabe que la música del japonés parte de la contemplación espiritual de la naturaleza y, en consecuencia, hace gala de trazos sueltos y curvilíneos escritos con la más exquisita delicadeza tímbrica y en continuo diálogo con el silencio. Tanto el solista como la orquesta, absolutamente soberbia, hacen gala de la depuración sonora que la hermosa partitura demanda.
De propina, Tres piezas de “La lista de Schindler”, justamente una de sus más reconocidas obras maestras. El violinista norteamericano las interpreta a medio camino entre la intensidad hiriente de Perlman –que intervenía en la banda sonora original– y la belleza lírica de Mutter; es decir, de manera portentosa. Una toma sonora merecedora de galardón redondea un disco digno de conocer.
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