Sigue circulando un tópico –ahí anda el memo de Norman Lebrecht poniendo a caer un burro a John Williams– según el cual la mayoría de los compositores consagrados a escribir para el cine son mediocres, y por ende resulta preferible recurrir a partituras preexistentes de contrastada calidad o, en su defecto, solicitar a un autor de “música culta” que tenga la deferencia de componer para la pantalla grande. Así lo pensaba Ken Russel cuando allá por 1981 escribía las notas de la banda sonora de su cinta de ciencia ficción Altered States –en España se llamó Viaje alucinante al fondo de la mente–, afirmando que cuando escuchó por primera vez música de John Corigliano “estaba ante un compositor norteamericano de la estatura de Ives y Copland”, y que en seguida suspiró por lo maravilloso que sería que fuese él quien escribiese la música para su película “en lugar de alguno de esos mercenarios de Hollywood con los que los directores estamos acostumbrados a lidiar”.
Ayer pude por fin –después de largos años de espera– ver la película: poderosa en lo visual a la hora de materializar las alucinaciones del protagonista –jovencísimo William Hurt haciendo de científico mefistofélico–, pero muy desigual a la hora de narrar la historia. Y he vuelto a escuchar el disco, editado en CD por RCA. Mi opinión es que se trata de una notable banda sonora –estuvo nominada al Óscar–, pero en absoluto me parece más “seria” ni más “avanzada” que lo que desde muy atrás venía haciendo en el género fantástico un Jerry Goldsmith, pomgamos por caso. En realidad es más o menos lo mismo, música “posmoderna” que mezcla –en el caso del autor que nos ocupa– Bartók, Stravinsky –citas directas a La Sacre– y Ligeti sin el menor disimulo. La gran virtud de Corigliano, al que el tiempo ha confirmado como un buen compositor sin más, es un portentoso dominio de la paleta orquestal, quizá superior al de los especialistas en las bandas sonoras. Su insuficiencia, una escasa inspiración melódica: el tema de amor palidece ante las grandes creaciones de los destajistas tan detestadois por Russel.
Tampoco parece que Corigliano domine –lógico, tratándose de un artista por entonces bisoño en la materia– la integración de música e imagen. Ilustrar con una escritura “de vanguardia” –en absoluto se debería usar tal adjetivo para una obra de 1980– los viajes de un señor hasta arriba de alucinógenos metido en una cubeta de aislamiento no es complicado, porque lo fragmentario del ritmo visual permite que la partitura funcione como simple papel tapiz, pero ilustrar una narrativa más ortodoxa requiere especialización. Escúchese si no las maravillas que hizo James Horner en 1983 para Brainstorm, música y película en cierta medida inspiradas por la que ahora comento: ahí sí que hay control de las tensiones entre lo que suena y lo que se ve.
Mi postura está clara: siempre preferiré la música de un gran especialista en escribir para la imagen que la de un señor con gran experiencia en las salas de concierto que no sabe lo que tiene entre manos, por muy culto y refinado que les parezca a algunos insertar en una película músicas “clásicas” del ayer y del hoy.
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