lunes, 30 de noviembre de 2020

Barenboim, Pahud y la Filarmónica de Berlín, a puerta cerrada

El pasado sábado 28 de noviembre pude seguir en directo, a través de la Digital Concert Hall, el concierto ofrecido a puerta cerrada por la Filarmónica de Berlín bajo la dirección de Daniel Barenboim. Sinfonía fantástica como plato fuerte. Para la primera parte estaba previsto el Concierto para orquesta de Lutoslawski, del que el de Buenos Aires había ofrecido una impresionante recreación junto a la WEDO que ha quedado fuera del Blu-ray editado por CMajor de aquel evento (Schubert y Tchaikovsky con Argerich). En su lugar, han aparecido dos obras interesantísimas: el Divertimento para flauta y pequeña orquesta de Ferrucio Busoni (1920) y el Concierto para flauta de Jacques Ibert (1932). El solista, Emmanuel Pahud.

 
Comenzó la velada con la página de Ibert. Como ya demostrara en su grabación junto a David Zinman, Pahud es el intérprete ideal para la obra, preferible incluso al enorme James Galway. Haciendo gala de un pasmoso dominio técnico de todas las posibilidades de su instrumento y ofreciendo aquí y allá infinitos detalles llenos de sensibilidad, el francés destila la más exquisita poesía en un Andante en el que Barenboim, ya pleno en ese dominio de “lo francés” a lo que era tan ajeno allá por los años setenta y ochenta, hace cantar a la orquesta con efusividad embriagadora. Puede que a los movimientos extremos les falte, por parte de la batuta, un punto de incisividad en el tratamiento de las texturas, pero su musicalidad y la de los primeros atriles de la fabulosa orquesta terminan redondeando una versión de referencia.

El muy atractivo neoclasicismo de Busoni queda plenamente de manifiesto en una interpretación tan excelsa como la que recibe Ibert. Pahud se cree esta música de principio a fin y la interpreta con tanta convicción como intensidad, mientras que Barenboim, lejos de considerar la obra lo que dice su título, un mero divertimento, se esfuerza por destacar lo que de poderoso, tanto en lo sonoro como en lo expresivo, tiene la partitura. Ideal la Filarmónica de Berlín para materializar semejante planteamiento.

Quinta grabación comercial –el streaming de pago, no lo olviden, es hoy por hoy edición comercial– de la página más famosa de Berlioz a cargo de Daniel Barenboim, después de las que hizo con la Orquesta de París (1978), la propia Filarmónica de Berlín (1984), la Sinfónica de Chicago (1995) y la WEDO (2009), de las que hablé en una discografía comparada. Esta nueva lectura está muy en la línea de su registro con la orquesta multicultural, pero ahora con una formación aplastantemente superior –los del Divan se quedaban cortos, vamos a reconocerlo–. De este modo, el de Buenos Aires ofrece una lectura que, comparada con las citadas en primer lugar, pone bien de manifiesto su evolución como intérprete. Y eso queda ya claro, tras una mágica introducción, en un primer movimiento cálido más que electrizante, erótico antes que febril, muy alejado del arrebato y del descontrol para apostar por el “clasicismo” que también anida en estos pentagramas. Incluso para aportar una buena dosis de espiritualidad, mezclada con la adecuada “carnalidad”, que resulta muy conveniente. ¿Estará el maestro mirando hacia Parsifal?

El vals nunca fue el fuerte del nuestro artista; sigue sin serlo, aunque Barenboim lo desgrana con incuestionable cantabilidad. Sí que se encuentra en su salsa en la escena campestre, no ya la mejor de las suyas, sino una de las más sublimes que yo haya escuchado. En ella, más aún que en el resto de la interpretación, se pone en primer plano su concepción del fraseo como un todo orgánico, tan flexible como sutil en las transiciones, lejos del arrebato pero capaz de llegar, con absoluta lógica, a clímax extraordinariamente encendidos.

En la marcha al cadalso hay una voluntaria renuncia a la espectacularidad; diríase que el maestro no solo no quiere que los metales desequilibren la soberbia escritura polifónica del compositor, sino que desea hablarnos de un poeta que camina con dignidad y nobleza hacia el patíbulo. Yo prefiero una visión más alucinada del movimiento, pero entiendo que también se puede hacer así.

Tampoco en el aquelarre el director se desmelena; más bien apuesta por una atmósfera de marcado goticismo y por trabajar muy cuidadosamente las texturas, al tiempo que alcanza un irreprochable punto intermedio entre lo terrorífico y el cachondeo. Lo curioso es que esta vez, con la complicidad absoluta de unos músicos capaces de hacer lo que sea (¡qué increíble, incomparable conjunto de maderas!), está dispuesto a decir cosas distintas en esta música architrillada. Efectivamente, se escuchan cosas nuevas aquí. Sensatas, interesantes y reveladoras de la actitud de un señor, Daniel Barenboim, que dista de vivir de las rentas.

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