domingo, 1 de septiembre de 2019

El león en invierno, obra maestra de John Barry

Más que una entrada de blog, esto es una declaración de amor. Por eso me resulta tan difícil escribir.



Fue a mis dieciséis años, en 1987, cuando tuve mi primer contacto con la música que John Barry escribió para The Lion in Winter/El león en invierno. Lo hice gracias al vinilo de la colección de quiosco llamada Cine&Música que se dedicaba al autor irremediablemente asociado a James Bond. El lanzamiento incluía también otras piezas del compositor británico que yo ya adoraba, entre ellas varios arreglos realizados por él mismo de la saga bondiana, pero lo que me subyugó fueron los cuatro fragmentos, apenas once minutos, de la partitura sinfónico-coral para la película de Anthony Harvey que llevaba a la pantalla grande la obra teatral de James Goldman en torno a una tempestuosa –y ficticia, pese a la veracidad histórica de algunas circunstancias– reunión de Enrique II Plantagenet y Leonor de Aquitania con sus tres hijos varones en el castillo de Chinon en la navidad de 1183.

En el verano de 1989, de camino a un cursillo en Burgos, pude hacer mi primera visita a Cinescor, una tienda madrileña que estaba especializada en bandas sonoras. Allí me gasté buena parte del dinero que me habían dado mis padres en adquirir dos de los discos que más me han marcado mi trayectoria de melómano: Obsession de Bernad Herrmann y The Lion in Winter. No sabría decirles cuántas veces escuché ese disco, disfrutando de una música tan sencilla como fascinante e intentando imaginar cómo sería la película. Esta solo la pude ver años más tarde, cuando por fin pude admirar el trabajo de un maravillosamente histriónico Peter O'Toole y de una Katharine Hepburn al mismo tiempo dura y frágil, irónica y manipuladora, humanísima y llena de pliegues expresivos. Ambos insuflaban fuerza a los diálogos escritos por Goldman, punzantes y a veces muy divertidos, como también atrevidos –para la época– al usar la palabra "sodomía" para definir entre los personajes de Ricardo Corazón de León y Luis de Francia, encarnados respectivamente por unos jovencísimos y admirables Anthony Hopkins y Timothy Dalton. John Castle y Nigel Therry no se quedaron precisamente a la zaga como Geoffrey y John. El lector que no haya visto la cinta ya se estará imaginando que esta es puro teatro filmado. Pues sí que lo es, dentro de la más excelsa tradición británica.


¿Y la partitura? Pues no menos british en el espíritu, aunque en lo formal no resulta fácil entroncarla con la música culta de las islas. Menos aún con el sinfonismo hollywoodiense. En realidad, es puro John Barry. La plantilla orquestal ofrece escasa variedad y, frente a ella, el coro adquiere una enorme relevancia. Este, además de presentar en el disco recreaciones a dos voces de tres canciones dieǵeticas escritas en inglés, francés y latín, respectivamente, llega a intervenir en dos largas secuencias prácticamente a capella, lo que resulta insólito en la música incidental cinematográfica. Piano y sintetizador moog se usan puntualmente con carácter percutivo y como ostinato. El Stravinsky de la Sinfonía de los Salmos es el modelo utilizado por Barry para los solemnes y amenazantes títulos de crédito. Muy simplificado, claro está. La verdad es que toda la partitura resulta extremadamente simple en el peor de los sentidos: en términos de ritmo, de armonía y de orquestación, podría pasar por un ejercicio de conservatorio. Tampoco en el discurso horizontal es ninguna maravilla: desde la temprana y mediocre Zulu hasta su célebre Dances with Wolves, el compositor tuvo siempre problemas con el desarrollo de la forma, limitándose a yuxtaponer una sección tras otra e incluso a repetir ideas melódicas sin solución de continuidad.

Sin embargo, pese a todo lo dicho, la música funciona de manera óptima, hasta el punto de que le hizo ganar a Barry su tercer óscar y le convirtió en un compositor deseado por el cine histórico: poco después vendrían sus magnificas Mary, Queen of Scots y The Last Valley. Y funciona no solo porque sabe integrarse con la película, manteniéndose en silencio o muy en segundo plano en la mayoría de los diálogos –hubiera sido imperdonable que los enturbiara– y solo cobrando protagonismo en determinados momentos dramáticos. Lo hace también, y sobre todo, por su capacidad para crear atmósfera: muy alejado de lo narrativo, lo que hace el maestro es tejer un tapiz de sensaciones que nos sitúan anímicamente en el lugar, el tiempo y las circunstancias de la acción.


El breve e increíblemente bello fragmento "Chinon", coro sobre un sencillísimo lecho de la cuerda más puntuales interpolaciones de las maderas, nos lleva de inmediato a una Edad Media despojada de tópicos. La llegada de Leonor por el río se limita a encadenar las voces masculina y femenina de manera antifonal con el apoyo de la cuerda y esas notas pedal en los metales típicas de Barry, pero el resultado en conjunción con las imágenes es fascinante. Por no hablar del corte "To Rome", en el que Barry dejó clara su experiencia jamesbondiana sobre cómo acumular tensiones de manera desasosegante haciendo gala de unos recursos musicales muy limitados. Y qué decir de "How Beautiful You Make Me", con el coro acompañando las amargas reflexiones sobre la vejez de una Katharine Hepburn que por única vez en la cinta nos deja ver su cabellera pelirroja.

Por otro lado, no hay aquí rastro de esas melodías de gran vuelo y e indisimulada tendencia a lo dulce, incluso lo blando, que caracterizan buena parte de la labor compositiva de Barry, sobre todo desde los años ochenta en adelante. Cuando compone The Lion in Winter, Barry ya había ganado dos óscars –banda sonora y canción gracias al plácido y luminoso tema de Born Free, y cuando llegue el turno de las otras dos cintas históricas antes referidas escribirá melodías de una dulzura maravillosa; pero aquí, en The Lion in Winter, prescinde de esa baza. Sí que hay una evidente búsqueda de la belleza sonora en el tratamiento vocal (¡cómo resistirse a las posibilidades de la cuerda de soprano de los coros británicos!). También hay delectación en el timbre del corno inglés y un intento de hacer sonar a los violines con tintes plateados. Pero no, esta vez Barry no recurre a las fuerza de esas melodías que él sabía componer como nadie. ¿Es esta música, por tanto, el resultado sonoro de la falta de formación y de pericia en estas lides por parte de un señor que venía del mundo del jazz y del pop, o es también consecuencia de una serie de renuncias voluntarias para atraparnos con la desnudez de la partitura?


No sé dar respuesta a esta ni a muchas otras preguntas. Tampoco sé si esta es buena o mala música. Solo sé que llevo ya treinta y dos años atrapado por ella. Hace poco escuché una vez más la edición en compacto de 1995 –editada con muy buen sonido por Sony–, e hice lo mismo con la grabación, mucho menos lograda en lo interpretativo pero con algunos minutos más de música que se habían dejado en el tintero, en la que Nic Raine dirige a la Filarmónica de la Ciudad de Praga. Y también puse esta música en el coche durante el viaje que que he realizado este verano a Chinon y a la Abadía de Fontevraud, lugar este último donde he podido contemplar los sepulcros de Enrique, Leonor y Ricardo. No me avergüenzo lo más mínimo de seguir adorando la partitura.

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