martes, 12 de febrero de 2019

María José Moreno triunfa en La tabernera

Quien se ha llevado la parte del león de las funciones de La tabernera del puerto –comento la del sábado 9 de febrero–  que ha ofrecido el Teatro de la Maestranza ha sido la estupenda soprano granadina María José Moreno. Llevo escuchándola ya muchos años –con menos regularidad de la que quisiera– y no parece que el instrumento, no muy personal y desde luego nada grande de volumen, haya perdido apenas: sigue homogéneo, carnoso y esmaltado. Como también está ahí su facilidad para las agilidades o su capacidad para regular el sonido. Y, sobre todo, su exquisito gusto: su sólida técnica belcantista no conoce narcisismos, ni siquiera en una canción del ruiseñor estupendamente resuelta. Sin ser una actriz profesional, la Moreno se mueve bien por la escena y sabe componer un personaje. Brava.


Antonio Gandía resolvió su parte con solvencia plena: su gran baza es un agudo sólido y de apreciable brillantez, lo que unido a un canto valiente y entregado  le permitió ser muy aplaudido por un público que probablemente iba buscando más bravura que otra cosa. Como actor presenta sus limitaciones, pero parecía dirigido con minuciosidad y convenció sin problemas.

Mucho más interesante –pese a su naturaleza detestable– es el personaje de Juan de Eguía, y quizá por ello ese sólido cantante que suele ser Ángel Ódena nos dejara un poco a medio camino: pone entrega pero faltan matices. Em contrapartida, en el terreno actoral fue quizá el mejor del trío protagonista.

Voz no muy allá y canto discreto el de Ernesto Morillo para Simpson, amén de descoordinado con el foso en su “Despierta, negro”. Maravillosa Ruth González como Abel: aparte de que cantó muy bien, desde mi localidad parecía por completo el adolescente que tiene que encarnar. ¡Qué talento escénico el de esta chica! Los veteranos Pep Molina y Vicky Peña compusieron una estupenda pareja cómica, divertida y estrambótica mas sin pasarse de rosca. En esa misma línea de caricatura sin trazo grueso se mostró Ángel Ruiz a la hora de encarnar a Ripalda. El irreprochable Verdier de Abel García redondeó un elenco globalmente notable.

Me pareció irregular la labor de batuta de Óliver Díaz: arrancó con mucha sensualidad y un tratamiento depurado de las texturas, pero a partir de ahí comenzó un extraño tira y afloja en el que se alternaron momentos muy dignos en los que las hermosas melodías de Pablo Sorozábal estuvieron bien cantadas con otros más bien deslavazados, faltos de garra y de tensión interna. A menudo Díaz parecía limitar en exceso el volumen del foso para permitir que se oyera bien a los cantantes, lo que terminó dejando en segundo plano a una orquesta que no se debía limitar a a acompañar. Por otro lado, los desajustes con estos fueron unos cuantos y no estoy nada seguro de que la culpa fuese siempre de quienes estaban sobre el escenario. La Sinfónica de Sevilla tampoco sonó muy allá: se nota que estos títulos los hace con cierta desgana. El Coro sí que estuvo bastante bien.

La producción de Mario Gas me dejó muy frío. Hubo en ella profesionalidad por los cuatro costados, buen gusto y enorme respeto hacia el compositor. Nada de utilizar la dramaturgia para servir al propio ego, como tantas veces ocurre; ahí está, sin ir más lejos, ese Orfeo de Gluck de Rafael Villalobos en el Villamarta del que muchos melómanos jerezanos –soy testigo– ha echado pestes y al que ahora algunos intentan vender como un éxito que, como comprobamos durante los aplausos los que allí estuvimos, en absoluto fue.

Pero volviendo a Mario Gas, a mí me parece que por muy minucioso que fuera su trabajo, por muy sólida que fuera la dirección de todos y cada uno de los cantantes-actores, por muy vistosas que fueran secuencias como la de la tempestad, faltaron garra dramática, emoción y credibilidad en una historia que, junto con pasajes más o menos cómicos o distendidos que aportan su punto de contraste, resulta más bien escabrosa. De acuerdo con que no es necesario explicitar a la manera de un Calixto Bieito, pongamos por caso, cómo Juan de Eguía comete incesto con su hija, la usa como reclamo sexual, la agrede físicamente para guardar las apariencias y hasta manipula sus sentimientos amorosos para traficar con cocaína. Pero todo quedó demasiado convencional, demasiado suave, demasiado... ¿burgués? Claro que tampoco se puede pedir que al regista saque petróleo de dónde no hay, porque el libreto, como teatro, es teatro mediocre. Y es que lo peor de esta representación de La tabernera del puerto ha sido, precisamente, La tabernera del puerto. ¡Cómo pasa el tiempo por el género de la zarzuela! Pero eso da para muchas entradas más, y de momento no estoy dispuesto a escribirlas.

PD. La fotografía es de Julio Rodríguez. En su blog encontrarán muchas imágenes más, no menos excelentes que esta.

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