viernes, 3 de agosto de 2018

Pierre Boulez Saal: la sala cambemba

En mi tierra jerezana aplicamos el adjetivo “cambembo” preferentemente a aquel objeto de forma esférica o circular que ha sufrido alteraciones en su contorno. Por eso mismo puedo decir que la Pierre Boulez Saal, construida por Frank Gehry en Berlín para Daniel Barenboim justo detrás de la Staatsoper que dirige el de Buenos Aires, es un auditorio cambembo. Ya lo sabía por las fotos, pero cuando estuve allí cerrando mi visita a la capital alemana el pasado martes 3 de julio pude comprobar que las alteraciones no están solo en las paredes, sino también en el suelo: parte de él se encuentra ligeramente inclinado para producir la falsa impresión de que el interior es una especie de espiral que se va abriendo desde abajo hacia arriba, generando un espacio en forma –también falsa– de cono invertido. Lo cierto es que el resultado es impactante para los sentidos, pero sin alterar la percepción de la música, es decir, sin dejar de tener presente (¿se entera, señor Calatrava?) que lo más importante es ver y, sobre todo, escuchar bien, dentro de un entorno acogedor y confortable. Solo una pega: los asientos superiores –los exploré en el intermedio– tienen delante una baranda que resulta molesta. Por lo demás, chapeau.


Pude comprobar otra cosa más: en los conciertos de música de cámara, los músicos no se colocan uno al lado del otro, sino que se miran entre sí, y además van girando su posición entre una obra y la otra. Dicho de otra manera: en la sala no hay butacas delanteras ni traseras. Un espacio para hacer música de cámara “de verdad” y sin jerarquías, tal y como quería Barenboim.
He esperado varias semanas antes de escribir esta reseña por si tenía la oportunidad de conseguir la toma radiofónica que vi que se realizaba del evento protagonizado por Michael Barenboim, Kian Soltani y, como no, Daniel Barenboim. No ha sido así, por lo que escribo ahora a partir de las notas de viva voz que tomé en mi móvil al terminar el espectáculo.

Este se iniciaba con la infrecuente Sonata para violín y violonchelo de Maurice Ravel (1920-22), una página cuyas atractivas aristas fueron subrayadas por Michael y Kian en una lectura que miró mucho antes hacia el mundo expresionista que hacia la sensualidad y la elegancia del impresionismo, no solo en los dos primeros movimientos sino también en el tercero, el más propiamente raveliano; en el cuarto volvieron a derrochar vitalidad y tensión dramática, dialogando de manera admirable entre sí aunque, todo hay que decirlo, el sonido de Barenboim hijo es menos bello que el de su colega, sencillamente para derretirse.

Venía a continuación el estreno mundial de Aribert Reimann, Fragmentos del West-Eastern Divan de Johann Wolfgang von Goethe, obvio encargo para una sala que se encuentra al lado de –e integrada con– la escuela de estudios para jóvenes del mundo oriental que la Merkel le ha regalado al argentino. La obra, de duración relativamente breve, está escrita para contratenor, viola y piano, recibiendo una interpretación extraordinaria a cargo de Eric Jurenas –voz viril–, Yulia Deyneka –formidable viola de la Staatskapelle– y Barenboim padre. Por duplicado, porque tras el intermedio la repitieron. La primera vez me dejó completamente frío y la segunda le encontré puntos interesantes, como el juego con intervalos amplísimos (¡qué tortura para el cantante!) o las referencias al canto de los pájaros en el piano, en cita clara a Bartók y, sobre todo, a Messiaen, que el maestro supo recrear en su propio piano –el diseñado exprofeso para él– con peculiar sentido atmosférico. Pero nada especial me dijo la partitura. Ya sabrán que recientemente he podido escuchar la Medea de Reimann y que esta me aburrió de manera considerable. Por cierto, que el compositor estaba sentado a unos cuatro metros de mi asiento.

Para terminar, el Trío con piano op. 70 nº 2 de Beethoven. Me había preparado en casa el concierto con dos versiones: la del propio Barenboim con Zukerman y Du Pré y la del Beaux Arts. Tensa, encendida, valiente y muy extrema la primera; bellísima y mucho más ortodoxa la segunda dentro de su elegante clasicismo, aunque quizá un tanto falta de compromiso en comparación con aquella. La de Berlín, en cuanto a enfoque, ha estado a medio camino entre ambas: ya se sabe que el Beethoven del maestro se ha vuelto más rico en concepto, más integrador, aunque no por ello menos profundo y netamente beethoveniano. Soltani, lógicamente no a la altura inalcanzable de Du Pré, estuvo maravilloso. Y Michael se mostró centradísimo, pero evidenció algún problema técnico que resulta chocante tras la asombrosa, descomunal demostración de virtuosismo en su segundo y último disco, el dedicado a Sciarrino, Tartini, Berio y Paganini.

En cuanto a Barenboim padre, ¿qué quieren que les diga? Desde la primera grabación hasta ahora su pianismo ha crecido una barbaridad, no solo por la referida riqueza de concepto, sino también por la técnica: ahora sus dedos no están tan ágiles como antes, pero tocar, lo que se dice tocar, toca bastante mejor, con una pulsación muchísimo más rica, un fraseo más variado, una belleza sonora más desarrollada… No creo que nadie, nunca, haya ofrecido un Beethoven al piano como el que este señor está haciendo ahora. No hay palabras.

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