El autor de Star Wars escribió para la cinta una música en clave intimista, muy distinta a la que habitualmente asociamos con la suya. No hay timbales, los metales realizan escasísimas apariciones y la paleta se reduce a un piano solista que dialoga con una reducida formación de cuerda y maderas; a ella se añaden sutilísimas pinceladas del arpa, el sintetizador y algunos instrumentos de percusión que generan sonoridades aéreas y desmaterializadas en el mejor de los sentidos, recorridas por fascinantes veladuras ora llenas delicadeza, ora espectrales. Todo ello en una partitura muy atmosférica en la que la narración es casi inexistente –la excepción es el penúltimo corte, A New Beginning– y las notas profundizan de manera acongojante en la monotonía, la autoconciencia de la mediocridad propia, la soledad en medio del tumulto y la inevitable insatisfacción a la que estamos condenados en este mundo en que nos ha tocado vivir. Algo así como la pintura de Edward Hopper, pero en versión musical.
Claro que este planteamiento no hubiera llegado a buen puerto sin un ingrediente fundamental que a Williams, reconozcámoslo, le ha fallado en otras partituras suyas de la misma línea intimista: un gran tema principal. Y el presente alcanza la inspiración más excelsa. La melodía es hermosa, pero no dulce ni facilona. Hiere suavemente. Concuerda a la perfección con el abatido estado anímico del protagonista. Y es capaz de conocer mágicas transformaciones para atender a las distintas circunstancias de la narración, hasta que finalmente alcanza una radiante luminosidad en el scherzo que corrobora el optimista final de la película. ¿Gran música de cine? Desde luego. Y gran música a secas. Insisto en que yo no había logrado olvidarla. Retornar a ella ha sido un conmovedor reencuentro con alguien a quien se conoce a fondo.
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