lunes, 4 de junio de 2018

Die Soldaten en Madrid: subrayar lo obvio

Considero un rotundo acierto programador por parte de Joan Matabosch llevar a escena Die Soldaten de Bernd Alois Zimmermann. Y me alegro de haber acudido al Teatro Real, porque difícilmente en mi vida volveré a escuchar en directo semejante obra maestra. Pero mientras el vídeo que comenté el otro día de la Ópera de Baviera liderado por Andreas Kriegenburg y Kirill Petrenko me dejó conmocionado –solo conocía otra versión anteriormente, la de Kontarsky y Kupfer–, de la de Madrid de ayer domingo –última función– salí más bien frío. Ni a Calixto Bieito ni a Pablo Heras-Casado les he encontrado a la altura de las circunstancias. Como era de prever, porque cada día tengo más claro que nos encontramos ante dos blufs. No quiero decir con esto que los citados artistas no tengan talento. ¡Claro que lo tienen! Sencillamente, este es mucho menos de lo que se nos vende, resultando comprensible que ante una obra de las extremas complicaciones de la presente ambos se hayan estrellado. Y así ha sido porque los dos, intentando llegar al espectador de la manera más fácil posible, han hecho lo que no tenían que hacer: recurrir a la obviedad.



Si son ustedes aficionados al cine sabrán que transmitir inquietud, negrura y violencia no significa necesariamente recurrir a lo explícito. Al contrario, ello puede ser contraproducente. El controvertido regista quiere demostrar que él es más atrevido, salvaje y combativo que nadie, así llena el escenario de truculencias: mamadas en primer término, proyecciones de un pollo decapitado, palizas brutales, la protagonista bañándose en sangre... Nada nuevo, nada escandaloso y nada efectivo. Y todo ello recurriendo a una saturación visual muy propia de los tiempos que corren, aun camuflada –se muestra astuto Matabosch en el libreto– como punto de encuentro con las simultaneidades de tiempo y acción que propone Zimmermann. Qué quieren que les diga, la producción muniquesa, aun no escamoteando detalles escabrosos, moderaba semejantes recursos y lograba ser muchísimo más atmosférica que esta, más agobiante y más terrorífica. También ofrecía una definición de personajes bastante más sutil y certera: si en general los retratos que realiza Bieito están realizados con brocha gorda, presentar a la joven Marie como una mezcla de niña inocente y tonta del culo es un error monumental, porque el personaje no es ni lo primero ni lo segundo. En cualquier caso, tampoco vamos a ocultar que hubo un excelente ritmo escénico, un gran dominio de los medios y algunas muy buenas ideas, como la de concluir la primera parte con la madre de Wesener mirando al público, asustada, para seguidamente abandonar la escena arrastrando su gotero.

Ya saben lo mucho que ha cambiado mi opinión sobre Heras-Casado. A estas alturas de la película ya he abandonado –como ante las puertas del Hades– toda esperanza. Su técnica es incuestionable: solo el hecho de coordinar esta partitura, de lograr que sonara correctamente, y de hacerlo con una orquesta que no es de primera fila, ya es un mérito muy considerable. Pero eso aquí no basta. Como en Fígaro, Tristán o Turandot, hay que interpretar. Y ahí me parece que se quedó a medio camino. Como Bieito, optó por subrayar lo obvio antes que por explorar pliegues, recurrió al efecto gratuito en lugar de a la sutileza. Hubo brutalidad pero no lirismo; inyectó ritmo pero se olvidó de las sutilísimas texturas tímbricas escritas por Zimmermann. Todo sonó mucho, pero muy de cara a la galería: el terrorífico acorde final fue decibélico a más no poder, mas careció de angustia y rabia. Petrenko demostró en el citado vídeo de Múnich que esta partitura alberga muchas más posibilidades de las que se intuyeron en el Teatro Real. Eso sí, de los problemas derivados de colocar la orquesta en varios estratos dentro de la caja escénica, de los que tanto he leído, no puedo decir nada porque no los detecté: sospecho que la acústica era mucho más satisfactoria desde mi segundo piso que desde el patio de butaca, que es donde se colocan los críticos.

Tampoco me entusiasmó el equipo de cantantes, excepción de la gran veterana Hanna Schwarz –madre de Wesener–, de la siempre estupenda Iris Vermillion –madre de Stolzius– y, sobre todo, de una enorme Susanne Elmark en el rol titular: formidable en lo vocal y lo escénico, se dejó literalmente la piel en un rol de terroríficas demandas que ha debido de reducirles voz y cuerpo a puré. El resto me pareció correcto sin más, y menos que eso el Desportes de Martin Koch –que se alternaba con Uwe Stickert–. El coro se comportó con enorme profesionalidad, lo mismo que la muy aumentada orquesta.

La sala estaba llena, o casi: pude tomar asiento porque había un par de butacas libres delante de mi localidad “de pie” de 67 euros desde la cual, dada la ubicación de los cantantes sobre el foso –y no en la caja escénica–, no se veía absolutamente nada de la acción. Algunos pocos espectadores desertaron en el intermedio. Hubo aplausos de entusiasmo a destiempo, concretamente antes del acorde final: ¿no se habían escuchado al menos una vez la obra antes de acudir? A Heras-Casado alguien en los palcos izquierdos le abucheó con saña; a mi entender de manera injusta, porque el joven maestro al menos había puesto un poco de orden en aquello. Pero ya les digo que convencerme, a mí no me convenció. Ni él, ni Bieito. Con esta obra necesito sentir que me remueven las entrañas, y eso no ocurrió.

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