Dicho esto, fue una gran función en lo musical. Desde su deslumbrante Ana Bolena en el Teatro de la Maestranza en diciembre de 2016 hasta ahora, Angela Meade ha ganado en quilos (¡cuídese, que la salud es lo primero!), pero también en talento. Y si en la reseña de entonces me deshice en elogios, ahora no puedo sino repetirlos y corroborar que esta joven es una fuera de serie. Se podrá echar de menos un punto mayor aún de morbidez en su línea, unos reguladores aún más imaginativos, algunos filados… Cada cual tendrá su favorita en este terreno, pero a mí la soprano norteamericana me parece una belcantista a la altura de las más grandes, por voz (¡qué brillantes y esmaltados agudos!), por técnica (irreprochables todas las agilidades) y por buen gusto (ornamenta con sensatez, sin narcisismo alguno). También por la expresión: si en el título donizettiano se quedaba un pelín corta, ahora ha puesto toda su carne en el asador, sabiendo atender tanto a la faceta más autoritaria de la mítica reina asiria como a su carácter de enamorada.
Mantuvo el tipo a su lado Elizabeth DeShong, dignísima mezzo de medios relativamente modestos, no del todo expresiva, digamos que antes artesana que artista, pero cantante de sólida técnica y estimable musicalidad: muy bien, lo que en un rol tan comprometido como el de Arsace no es poco. ldar Abdrazakov no es un cantante muy depurado en lo canoro –le cuesta mover su poderoso torrente vocal, lo que en Rossini se nota más aún– ni sutil en la expresión, pero supo ir de menos a más y ofrece grandes dosis de electricidad y tensión psicológica en su protoverdiana escena de las alucinaciones.
Javier Camarena fue un lujo para el papel Idreno: el mexicano aprovechó todo lo que pudo sus escasas intervenciones y volvió a demostrar que un tenor rossiniano no tiene por qué cantar con una voz pequeña ni con una expresión afectada: su instrumento tiene carne, impacta en el agudo –bien que se recrea en ello–, se mueve muy bien en la coloratura –solo un par de roces sin importancia– y se ve acompañado por una enorme dosis de calidez, de ardor viril y de comunicatividad. Ryan Speedo Green cumplió como Oroe, Sarah Shafer estuvo muy bien en el papel de Azema y Jeremy Galyon brilló en la breve pero decisiva aparición del fantasma del rey Nino.
Se daba la casualidad de que en el foso se encontraba la misma batuta que acompañó a Meade en Sevilla: Maurizio Benini. Lo hizo estupendamente, no tanto en lo que se refiere a ese particular nervio y carácter bullicioso de la música de Rossini como en lo que respecta a cantabilidad. El maestro italiano no se dejó llevar por los aspectos más epidérmicos de esta música, dejó que esta respirase con amplitud y se integró de manera admirable con los cantantes sin que el fraseo perdiera naturalidad. Lo menos bueno fue la obertura, lastrada por solistas algo problemáticos –trompa, flautín– y pobremente planificada en los crescendi. Tampoco es que la orquesta fuera nada del otro jueves. Y el coro, la verdad, se queda en lo correcto: ¿de verdad que no hay voces mejores en toda Nueva York?
La producción era la del regista británico John Copley, ya filmada y editada comercialmente hace años con Anderson, Horne y Ramey en el elenco. Un bodrio, qué quieren que les diga: toneladas de brillos, de dorados y de bisutería a granel sin que existiera la menor dirección de actores. Todos los cantantes estuvieron mal en este sentido, con la excepción de Abdrazakov. Por cierto, el Met despidió a Copley hace pocas semanas por sus supuestas insinuaciones sexuales a un miembro del coro: lo deberían haber despedido por hortera. En cualquier caso, su propuesta escénica no llegó a impedir el disfrute de una interpretación musical que, con los reparos antedichos, fue de altísimo nivel.
¿Lo peor de todo? Aparte de los referidos cortes en la retransmisión, que tras estas representaciones el caché de la Meade subirá tanto que ya no podremos escucharla por aquí en directo. Pero eso se veía venir.
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