Siempre con programas que exigen una plantilla de mediano tamaño, toda vez que las dimensiones de la sala son reducidas, el primero de la serie ha ofrecido la obertura de La clemenza di Tito de Mozart, la Sinfonía nº 94 “la sorpresa” de Haydn y la Sinfonía nº 4 del sordo de Bonn. Empuñaba la batuta Jaime Martín, un señor al que le he escuchado cosas formidables como flautista pero al que no había tenido la oportunidad de conocer en su faceta de director. Me preguntaba hasta qué punto habría influencias de las maneras de hacer en este repertorio por parte de Abbado, con quien el músico santanderino colaboró con regularidad como miembro de la Chamber Orchestra of Europe, y también por la de un Neville Marriner al que estuvo vinculado a través de su trabajo en la Orquesta de Cadaqués. Dicho de otra manera: ¿escucharíamos interpretaciones ligeras tanto en lo sonoro como en lo expresivo, apolíneas mucho antes que dionisíacas y ajenas a los claroscuros de la música?
A mi entender, no. Sí que se perciben influencias en determinados aspectos de la articulación, sobre todo en lo que al interés por la agilidad se refiere y a la considerable moderación del vibrato. Pero las sonoridades que busca Jaime Martín, aun magníficamente empastadas, no son pulidas ni ingrávidas (¡menos mal!), sino sanamente rústicas y bien musculadas. Y la expresión no es equilibrada ni distante, sino sanguínea, enérgica y vitalista, llena de entusiasmo y marcada por un indisimulado deseo de llegar al público de la manera más directa posible. Esto último no es necesariamente un elogio, quizá incluso pudiera ser lo contrario, pero lo cierto es que mí el concierto me gustó bastante. Al menos en la primera parte.
La obertura de La clemenza dejó las cartas sobre la mesa: interpretación vibrante, fogosa y directa, quizá también algo primaria. Lo mismo se puede decir sobre el movimiento inicial de la obra de Haydn, magníficamente planteado, sin miedo a poner de relieve los aspectos más dramáticos –léase teatrales, pero no solo eso– de la escritura haydiniana. Para ese movimiento antológico que es el Andante de la “sorpresa” a la que hace referencia el apelativo, hubiera preferido un tempo algo más sosegado que atendiese mejor a las posibilidades poéticas de la página, pero Martín triunfó por su frescura y contagiosa comunicatividad.
El Minueto estuvo articulado de una manera muy sensata, con incisividad y apreciable sabor de danza, marcando bien el tiempo fuerte del compás. Nada de caer en esa pesadez de algunos directores antiguos (incluido ese genial intérprete del autor que fue Solti), ni de incurrir en las grotescas exageraciones de algunos historicistas: escuchen como lo hace Tomas Fey, si se atreven, aunque más disparatado aún (¡horroroso!) es Arturo Toscanini. Pero volviendo a la interpretación de Jaime Martín, creo que este movimiento adoleció de cierta contundencia y de algunos reguladores innecesarios. Francamente bien el Finale, recorrido por una vitalidad irresistible, aunque su tema lírico podía haberlo paladeado con más cantabilidad.
No comparto la visión que el maestro ofreció de la Cuarta de Beethoven. Cierto es que en la obra del de Bonn en general, y en esta sinfonía en particular, las deudas con Haydn son grandes. Mirar al compositor de La creación resulta justificado, y más aún cuando un rato antes se había interpretado una de sus magistrales creaciones. Pero no es menos cierto que en Beethoven no hay solo rusticidad bien entendida, gozo vital, energía y un nada inocente sentido del humor, sino también un sentido de la reflexión humanística y un pathos trágico que es necesario poner de relieve si no se quiere uno quedar en la superficie. Es justo lo que le ocurrió a Jaime Martín, quien pasó de largo ante la grave introducción a la página y mostró escaso interés por la hondura de ese Adagio cuyos “latidos” no sonaron a tal, y en el que no hubo rastro de esa ternura agridulce que lo eleva a lo sublime: escuchen como lo hacen Furtwaengler, Schmidt-Isserstedt, Klemperer, Sanderling, Celibidache o –más recientemente– Barenboim, y se darán cuenta de cuánto amargor alberga esta música. Por otro lado, ¿era necesario moderar tanto el vibrato? A mi entender, así se pierde calidez, por muy históricamente informada que estuviera la decisión.
El resto de la obra me pareció satisfactoriamente interpretada, siempre en esa línea vigorosa y sanguínea que antes intenté describir. Es de justicia aplaudir el cuidadoso tratamiento de las maderas, siempre bien presentes, en el primer movimiento; en este sentido, el equilibrio de planos fue irreprochable. El Allegro ma non troppo conclusivo lo encontré un tanto tosco, poco depurado en lo sonoro, pero es probable que la impresión se debiera en parte a la acústica de la sala, deficiente en el momento en el que se acumulan decibelios, y por ende poco adecuada para ofrecer claridad en los tutti. Sea como fuere, la contagiosa pasión por hacer música de que hizo gala el maestro, bien secundados por unos músicos que parecían encontrarse bastante cómodos bajo su batuta, terminó despertando un gran entusiasmo entre el respetable.
Por cierto, disfrutando del evento –función del sábado 7 de octubre– se encontraban Juan Pérez Floristán y Javier Perianes, este último recién llegado de una experiencia en Los Ángeles –Concierto nº 27 de Mozart– junto a Gustavo Dudamel que le ha hecho muy feliz. No sé cuántas ciudades del mundo pueden presumir de tener residiendo en ella a dos pianistas de un talento tan descomunal como el de estos dos señores, dicho sea sin exagerar lo más mínimo. ¿Les veremos algún día tocar juntos?
9 comentarios:
Hola, Fernando:
En tus comparativas veo que no citas el ciclo de Krips con Londres de los primeros 60. A mí me parece excelente, y hasta profético. ¿No te gusta?
¡Hola! Cuando era pequeño había un vinilo de ese ciclo Beethoven en mi casa, y otro en casa de mis abuelos maternos, a los que no les gustaba la música clásica: se ve que los vendieron baratos. Hace poco pude escuchar la Quinta, en una remasterización que intentaba salvaguardar la calidad del original, registrado en 35 mm. La verdad es que la interpretación me gustó muy poco: equivocadamente amable, sin fuego, a la postre aburrida. Quizá hable de ella pronto en este blog. Es posible que el resto del ciclo sea de una altura superior, a tenor de lo que cuentas. De momento, siento no coincidir. Saludos.
Es que eres muy duro... Veo que tampoco citas el ciclo de Schuricht con el Conservatorio de París, que muchos tienen por referencial.
¿Schuricht? ¡Esa fue la primera Quinta que escuché! Recuerdo perfectamente la portada con el Partetón. Hace poco escuché varias grabaciones de Beethoven por Schuricht, pero no he tenido tiempo de escribir. Mejor dicho: he escrito en mi bloc de notas, pero no he pasado las anotaciones al blog. El problema es de tiempo, no otra cosa. Pssar las notas al blog supone una inversión de tiempo importante, y tiemp ahora no tengo. Casi todo lo que está saliendo estos días lleva semanas escrito...
¿Y la famosa y singular de Carlos Kleiber en el 82 con la Estatal de Baviera?
No conozco la Cuarta de Kleiber del 82 en Baviera. Sí la Séptima, que me parece excepcional, superior a la de DG en Viena. Saludos.
Por cierto, que siempre ha sido un patito feo ("como una grácil doncella griega entre dos gigantes germánicos", que diría Schumann) para los grandes directores: la primera vez que aparece en un disco unitario y como primer plato es por Monteux en el 52, junto a la Cuarta de Schumann, ¿puedes corregirme?
No te puedo corregir, Alberich, porque en este tema estás más puesto que yo. Solo puedo lamentar que la Cuarta de Beethoven no se escuche más. Sin duda, en su inmerecidísima mala fama reside, al menos parcialmente, el fracaso de taquilla del concierto aquí reseñado. Lástima.
Ya que citas a Schmidt - Isserstedt, te recomiendo sus grabaciones de Reger en el estupendo canal Incontrario Motu de Youtube: pura delicuescencia.
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