lunes, 19 de diciembre de 2016

Huracán Radvanovski en el Maestranza


Tras la excelsitud de Angela Meade en las cuatro funciones de Anna Bolena, llega al Teatro de la Maestranza el huracán Sondra Radvanovsky. Hay quienes han entrado en el juego de una comparación cualitativa que a mí me parece improcedente. En realidad, lo único que comparten las dos sopranos es haber nacido en Estados Unidos y ser reconocidas recreadoras de la música de Gaetano Donizetti. Porque el instrumento no tiene absolutamente nada que ver, mucho más caudaloso el de la Radvanovsky, también más pesado, más rico en vibraciones –para mi gusto en exceso–, más robusto tanto en el grave como en el agudo, más lleno de armónicos y mucho más penetrante merced a una abundante capa de esmalte. Tampoco la técnica se parece, a mi entender más propiamente belcantista la Meade por su legato, su control de las grandes líneas melódicas, sus increíbles filados y su sensibilidad para los adornos. Por no hablar de la expresividad: Meade sensual, lírica y exquisita, Radvanovsky todo temperamento, sentido dramático y fuerza comunicativa.


Así las cosas, no debe extrañar que en su actuación del pasado sábado 17 la soprano californiana, independientemente de su derroche de expresividad escénica en un recital con piano, defraudara en “Oh Nube! Che lieve per l'aria t'aggiri” de Maria Stuarda: resultó un tanto brusca, destemplada incluso, amén de no del todo belcantista. Y tampoco debe sorprender que a partir de ahí la velada se elevara, con sus más y sus menos, a alturas estratosféricas, porque el repertorio se adecuaba mucho más a su tipología vocal y a sus maneras de hacer.

La ascendencia eslava de la artista tuvo mucho que ver con la perfección estilística con que abordó cuatro canciones de Rachmaninov, dichas además con una apreciable intensidad. Y si en “Pleurez, pleurez, mes yeux” de Le Cid se puede discutir su sintonía con la sensibilidad francesa, nadie podrá negar la mezcla de exquisito gusto y sinceridad expresiva con que abordó la página massenetiana.

En las tres canciones de Bellini que abrían la segunda parte se podría esperar otro relativo desencuentro belcantista, pero aquí nos dio la sorpresa mostrando no solo una línea mucho más cuidada sino también una enorme sensibilidad para la expresión recogida y exquisita. Virtud ideal para la increíblemente bella “Canción a la luna” de Rusalka, lo que unido a su voz timbradísima, llena de carne, refulgente en el agudo y de enorme solidez en los pianisimos, dio como resultado una interpretación colosal.

Las Three Old American Songs de Copland no plantean problema técnico ni expresivo alguno. Dichas con adecuado desparpajo y una dicción inmejorable, sirvieron para descansar un poco y prepararse para la traca final. Primero “La mamma morta” y luego, como propina número uno, “Io son l'umile ancella”. Adriana y Maddalena de Coigny, dos auténticos pesos pesados del repertorio verista ideales para líricas anchas de temperamento tan intenso como controlado. Acompañada muy correctamente por Anthony V. Manoli, Radvanovsky lució esplendor vocal y emotividad a flor de piel, deslumbrándonos asimismo con agudos espectaculares y reguladores de quitar el hipo. El entusiasmo se desbordó entre el respetable, con toda la razón.

Comunicativa, espontánea y chispeante en las alocuciones con que iba presentando cada una de las piezas, no resultó nada extraño que la segunda propina fuera la maravillosa “I could have danced all night” de My Fair Lady, dicha con una desenvoltura que la alejaban del tópico de la diva metida a cantar musicales. Siguiendo la misma línea, una tan intrascendente como agradable melodía navideña compuesta para la actriz Deanna Durbin cerró una velada para el recuerdo.

PS. Tremendo despiste el mío: me acabo de acordar de que entre las propinas estuvo un espectacular, memorable Vissi d'arte. Mil perdones.

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