Demuestra Osborne, asimismo, gran sabiduría a la hora de omitir todo aquello que resulta prescindible y de recurrir a la elipsis en el momento en que la lágrima está a punto de desbordarse, mientras que cuando llega la hora de ofrecer, en el último tercio de la cinta, una cierta dosis de acción y de espectacularidad para contentar a la mayor cantidad de público posible –esta no es una obra para niños, aunque serán muchos los que acudan acompañados por sus padres–, sabe no caer en la trampa de la montaña rusa, esto es, del montaje aceleradísimo y de la yuxtaposición de una persecución tras otra. Antes al contrario, demuestra una gran habilidad para convertir esos momentos trepidantes en una parte sustancial de una historia a la postre muy profunda y delicada que no es otra que la aceptación de la muerte, la de los demás y la de nosotros mismos, como parte de nuestra propia existencia. Y de la necesidad de llenar nuestra vida de belleza, de sensibilidad, de fantasía y de cariño frente a la cada vez más extendida creencia (¡terribles tiempos neoliberales estos que estamos viviendo!) de que hay que centrarse en "lo esencial", es decir, en generar riqueza y hacer que funcione el sistema, y dejar a un lado todo lo que sea "prescindible", precisamente todo aquello que nos convierte en verdaderos seres humanos.
Una original y muy hermosa banda sonora compuesta al alimón por Hans Zimmer –nada que ver con sus bodrios para Gladiator o Piratas del Caribe– y Richard Harvey, a la que quizá le sobren las canciones interpretadas por Camille, redondea una película que no solo engancha la vista de principio a fin, sino que ofrece además una intensidad poética que logra emocionarnos profundamente. En fin, una de las más bellas y emotivas películas que he disfrutado en los últimos años. Estoy deseando volver a verla, pero esta vez en inglés.
1 comentario:
Muchas gracias. Prometo ir a verla.
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