Bueno, ¿y la música? La presencia de Olivier Latry, a quien pude escuchar en directo en su órgano de Notre-Dame de París allá por 2008 y del que tengo un par de discos de música romántica realmente espléndidos, era en principio un lujo. Pero claro, luego vienen las comparaciones, y en este caso me había preparado el concierto escuchando las obras del programa en las dos integrales que tengo en mi discoteca. Una, la de Simon Preston en DG: ortodoxa en el mejor de los sentidos, absolutamente extraordinaria en la planificación y muy valiente a la hora de apostar por la grandiosidad y la potencia tanto sonora como expresiva. Otra, la de Ton Koompan en Teldec: además de utilizar instrumentos propiamente barrocos, resulta mucho más fantasiosa y arriesgada que la del británico, mucho más libre en el fraseo, también más ornamentada y más heterodoxa a la hora de contrastar registros. Cada uno a su manera, los dos artistas me gustan muchísimo, por lo que, en comparación con ellos, Latry me ha decepcionado un poco.
Ya desde el Preludio y fuga en re menor BWV 539 que abría el programa tuve la impresión de que algo no terminaba de convencerme. Y desde luego no se trataba de la claridad polifónica, porque esta fue soberbia en todo momento, como lo fueron también la elegancia, la sensatez y el gusto exquisito en el fraseo de los que hizo gala el organista francés. Lo que yo echaba de menos era progresión en las tensiones, es decir, esa particular sensación de que la música fluye con un carácter orgánico que conduce de manera inexorable de una nota hacia la siguiente, de tal modo que la partitura no es sino un todo continuo de tal fuerza expresiva que resulta difícil detenernos en el análisis estructural de la compleja polifonía. Latry sí lo hizo (¡y de qué manera!), pero por eso mismo resultó poco emotivo, o al menos poco fluido, y desde luego no muy variado en la expresión.
El carácter más recogido de las piezas que venían a continuación –aquí el programa completo– parecía que le vendría mejor a las maneras de hacer de Latry, pero tampoco fue así: versiones muy hermosas pero un punto desangeladas. No se arregló la cosa con la transcripción del concierto vivaldiano BWV 594, en la que el rigor germánico se impuso sobre la fantasía, la vitalidad y la efervescencia que demanda la música del italiano. Pero al final el nivel subió de manera considerable con una espléndida recreación de la monumental Tocata y fuga en re menor ‘Dórica’, BWV 538 en la que por fin Latry pareció dejar el cientifismo a un lado para inyectar fuerza, tensión y emotividad. De propina, nada menos que la BWV 565 –de Bach o de quien sea– en recreación que, sin ser redonda, volvió a contar con momentos verdaderamente espléndidos. A la postre, un recital de mucha altura. Y con el sabor del vermurt en los labios, se le olvidan a uno los reparos.
Dos cosas para terminar. Una: el instrumento del Auditorio Nacional es muy bueno, pero se echa de menos la acústica reverberante de una iglesia. Dos: fantástica la decisión de colocar dos pantallas gigantes para seguir las manos y los pies del solista. El año que viene, aunque se haya terminado con la integral bachiana, el ciclo continúa. Recomienzo encarecidamente a los madrileños que no se lo pierdan. Con entrada única a cinco euros, disfrute garantizado.
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