Los resultados fueron desiguales. Entiendo que en un evento
de este tipo lo más importante no es que los melómanos que pagan su entrada escuche
un buen concierto, sino que los jóvenes músicos tengan la oportunidad de presentarse ante el público y tocar bajo los múltiples condicionamientos que eso supone. Contar con tal
oportunidad es total y absolutamente necesario para el buen desarrollo de
nuestros artistas, y por ende la iniciativa hay que aplaudirla sin reservas.
Ahora bien, de ahí a decir que todo fue maravilloso hay un buen trecho; no me
parece que el “café para todos” sea positivo, porque más que animar al personal
lo que se consigue es crear falsas expectativas y prolongar en los chavales la
creencia, demasiado extendida (¡ay!) en la Enseñanza Secundaria, de que por el
mero hecho de trabajar con cierta constancia ya uno se merece una alta
calificación. Pues no. Porque hay gente a las que las cosas les salen mejor y
otra a las que les sale bastante menos bien. Gente que ya ha desarrollado buena
parte de sus capacidades y gente a la que le falta aún mucho camino por
recorrer.
Realizo este prolegómeno para señalar que, a mi modo de ver, se apreció la pasada noche un fuerte desequilibrio
entre las dos agrupaciones: el Joven Coro de Andalucía funcionó bien, muy bien
incluso, e hizo cosas notables desde el punto de vista técnico –reguladores,
por ejemplo– bajo la batuta de un señor que ha sido y es tenor y que parece
dominar estupendamente el mundo de la dirección coral, pero la Joven Orquesta
se movió a un nivel mucho menos satisfactorio. Tienen que trabajar más veces juntos y aprender a sonar mejor. Por la misma sala han pasado, no hace muchos años, agrupaciones
corales e instrumentales especializadas en el barroco como las lideradas por Philippe
Herreweghe, Robert King, Frans Brüggen, Harry Christophers, Thomas
Hengelbrock o Paul McCreesh. No podemos comparar a nuestros chicos con todos
estos campeones, pero tampoco podemos dejar de desear que este nivel, el máximo
posible, sea su meta. Ni lanzarles los mismos elogios que los que estos se
merecieron –y no siempre recibieron– en su momento por parte de un público, el jerezano, que no sabía muy bien quiénes eran esos señores.
Sobre los solistas vocales, que salían del propio coro, solo puedo
decir que intentaron hacerlo lo mejor posible, a veces con resultados dignos y
a veces sin conseguirlo, pero no debo dejar de añadir que hubo una mezzo que mostró
buenísimas maneras sin que hubiera modo en el programa de mano de adivinar su
nombre. Lástima.
Dicho esto, creo que desde el punto de vista interpretativo
(¡no hablo ahora de nivel técnico, ojo!) se alcanzaron resultados muy
satisfactorios gracias a la dirección del señor Vilamajó. No tenía idea de que el tenor de Jordi Savall
“de toda la vida” dirigiera con regularidad. Pues sí, lo hace. Y como recreador
de la música de Vivaldi, qué quieren que les diga, me parece superior a algunos
de los más famosos intérpretes de la actualidad, empezando por Antonini y sus
chicos –con Onofri como insufrible líder de la banda– y terminando por Ottavio
Dantone. Que sí, que toda esta nueva –bueno, ya no tan nueva– oleada
historicista ha aportado cosas no ya positivas sino imprescindibles para la
comprensión de la figura del pretre rosso –sentido del contraste, de la teatralidad, del exceso incluso–, pero también es cierto que hemos llegado a un
punto en el que se quiere ver en la música del veneciano solamente una montaña rusa de
sonoridades en la que aspectos como el vuelo lírico, la sensualidad, el
equilibrio, el aliento espiritual y la hondura dramática se han relegado, o al
menos se han adornados de innumerables preciosismos y amaneramientos, por
considerárseles, de manera un tanto estúpida, como resabios románticos. Y no es
eso.
Vilamajó ha entendido plenamente este problema y lo ha abordado de la
manera más sensata posible: sin renunciar al historicismo (¡faltaría más!),
pero dejando a un lado locuras varias para por el contrario frasear con
amplitud –nada de caer en lo pimpante– y con una cantabilidad absolutamente
italiana, evitar que los imprescindibles claroscuros desequilibren el edificio
musical y añadiendo pathos (sí, pathos, que no romanticismo) a manos llenas,
todo ellos con un gusto exquisito y una comunicatividad
contagiosa. Días antes me escuché las versiones del Gloria a cargo de Vittorio Negri y Rinaldo Alessandrini y, saben
qué, el tenor catalán me ha recordado mucho antes al primero –no historicista,
claro- que al segundo. Y me ha gustado tanto como él. Es decir, muchísimo.
Ah, en los dos bises –que fueron eso, bises y no propinas– los
muchachos tocaron y cantaron apreciablemente mejor que antes, buena prueba de
que parte de las insuficiencias técnicas apreciadas se debían sencilla y
llanamente a los nervios. Y prueba
también de que, por eso mismo y como dijimos antes, conciertos como éste son
imprescindibles. Espero que el proyecto siga adelante cada vez con un nivel más
satisfactorio.
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