martes, 20 de enero de 2015

Barenboim y la WEDO, Sevilla 2015: Mozart entre toses

La obertura de Las bodas de Fígaro, dicha por Barenboim y la WEDO con nobleza, sensualidad y humor levemente jocoso antes que con carácter trepidante, había transcurrido con normalidad. También una parte del Concierto para oboe y orquesta del genio de Salzburgo. Pero al llegar a la primera cadenza de este último comenzó un bombardeo de toses, de toda clase de volumen sonoro y desde todas las ubicaciones posibles del Teatro de la Maestranza, que no cesó hasta la última nota de la segunda parte. Calculé una tos cada diez segundos como promedio, sin contar los crujientes envoltorios de caramelos y otros ruidos variados con los que el público sevillano literalmente destrozó los momentos más delicados de las obras programadas, evidenciando una absoluta falta de respeto hacia los artistas y hacia el resto de los aficionados que allí nos encontrábamos.

Cierto es que por estas fechas anda muchísima gente resfriada –el virus de la gripe está alcanzando su pico más alto–, y que en el concierto de los mismos intérpretes en Córdoba dos días antes aquí comentado ya se había tosido de lo lindo, pero lo de ese 18 de enero fue histórico. Solo una vez en mi vida había escuchado algo peor: fue en el mismo Maestranza, durante la Expo ‘92, en un recital en el que el malogrado Rafael Orozco intentó demostrarle a un público extremadamente maleducado las maravillas de la Iberia de Albéniz.

¿Soluciones? El propio Barenboim se había dirigido al público del Gran Teatro para hacer ver lo fácil que es amortiguar el ruido con un pañuelo, pero a los andaluces (¡y a los madrileños de Ibermúsica, que bien lo sabe el maestro!) nos gusta hacer el mayor ruido posible. Que se nos escuche bien en los momentos más inoportunos. Y parece más que dudoso que la mayoría de las toses estuvieran provocadas por problemas en las vías respiratorias: muchas eran de esas que aparecen cuando uno no está concentrado y se aburre ante lo que escucha, lo que dice mucho acerca de la naturaleza del público que acudió el domingo a escuchar un programa íntegramente dedicado a Mozart que alcanzó una absoluta excelencia interpretativa.


Como intenté explicar en la comparativa discográfica del Concierto para piano nº 27, justo el que se interpretaba en la segunda parte, el Mozart de Barenboim ha cambiado mucho a lo largo de estos últimos cuarenta y siete años. Pero no lo ha hecho en el aspecto externo (tamaño de la plantilla, tempi, articulación), donde sigue apostando por la “tradición renovada” que en aquellos tiempos supuso un importante paso adelante y hoy viene siendo considerada por algunos como algo pasado de moda frente a la presunta “verdad historicista”. Ha cambiado en el plano expresivo.

En la segunda mitad de los sesenta, Barenboim se empeñó en demostrar que los concierto para piano de Mozart no eran la música ante todo elegante, deliciosa y acariciadora que algunos de los intérpretes más prestigiosos se empeñaban en ofrecer; que en los pentagramas había también una buena dosis de claroscuros, de densidad dramática y de profundidad reflexiva que había que destacar. Lo consiguió con creces, pero a costa de que los resultados fueran para algunos paladares en exceso graves y severos, enlazando en este sentido –no así en el plano de las masas sonoras, de la articulación y de la velocidad– con lo que en las sinfonías andaban haciendo gente como Otto Klemperer o Karl Böhm. Una actitud, en cualquier caso, muy de Barenboim, quien siempre ha tenido claro que la música no es un mero entretenimiento, una manera de pasar el rato con más o menos hermosas combinaciones de sonido, sino que ofrece mucho más que eso a medida que se incrementa el esfuerzo intelectual por parte del oyente.

Desde entonces Barenboim ha evolucionado mucho como artista. Ha moderado la radicalidad de sus propuestas y, sin perder su personalidad, ni su creatividad, ni su portentosa musicalidad, ha sabido ofrecer aproximaciones más plurales en éste y otros repertorios. En lo referente a Mozart, eso ya se empezó a ver en su segunda integral de los conciertos para piano, la que hizo con la Filarmónica de Berlín: la luz, la sensualidad, la galantería y un fresco sentido del humor son también, aunque no en exclusiva, parte de la personalidad mozartiana, aunque a la postre las aproximaciones del maestro sigan siempre una línea más lírica y honda que efervescente o coqueta.

A tenor de esto último, se comprenderá que algunas sensibilidades encontrasen reparos a la lectura ofrecida el domingo del Concierto para oboe; a mí me pareció maravillosa, llena de nobleza, equilibrio bien entendido y, sobre todo, vuelo lírico de profundo aliento humanístico. En plena sintonía con el concepto, la jiennense Cristina Gómez Godoy (Linares, 1990) dejó bien claro por qué Barenboim la ha contratado para la Staatskapelle de Berlín: la chica no solo toca muy bien, sino que es una intérprete de enorme sensibilidad que sabe exactamente lo que quiere y cómo conseguirlo, aunque para ello haya que correr riesgos. En el Maestranza los corrió, hasta el punto de que a la hora de ofrecer uno de sus increíbles pianísimos –siempre torpedeados por las toses–  llegó a meter la pata. No importa, eso le pasa a cualquiera. Lo que no le pasa a cualquiera es tener tan inmenso talento, el mismo que evidenció en la propina con el maestro al teclado: la primera de las tres Romanzas para oboe y piano de Schumann, en interpretación verdaderamente exquisita.

Sobre el Concierto para piano nº 27 de Mozart no puedo sino repetir lo dicho en la discografía con respecto a su último testimonio audiovisual, la interpretación junto a Antonio Pappano. Quizá Barenboim estuviera un punto menos creativo que entonces al teclado, al menos en el tercer movimiento, pero su dirección es todavía mejor que la de Sir Antonio. En cualquier caso, interpretación de primerísimo orden: yo no conozco una sola que sea globalmente superior. Tampoco creo que haya un solo pianista que sea capaz de alcanzar el grado de perfección de Barenboim en esta obra; independientemente de la referida riqueza de concepto, es imposible imaginar un teclado más sensible, más lógico y natural, más rico en matices expresivos, más atrevido en contrastes sin perder el equilibrio clásico, más variado en colores y acentos, más dialogante de tú a tú con la orquesta, más comunicativo… El de Buenos Aires habrá perdido habilidad digital para determinados repertorios, pero en Mozart toca mejor que nunca. Y mejor que nadie.

Nocturno nº 8 de Chopin para terminar. Quizá alguna vez se lo haya escuchado más lento y paladeado. Quizá nunca tan rico en matices, con difuminados que apuntaban –alguien se preguntaba por el nombre del compositor a la salida– a un Debussy. ¡Que increíble técnica la de este señor! Tras las estentóreas toses que pulverizaron los últimos acordes, Barenboim se echó sobre el piano con un gesto muy significativo de derrota, mientras a los integrantes de la orquesta, poniendo la mano sobre su boca, les hacía saber su hartazgo ante la situación. No hubo más bises, claro.

6 comentarios:

Salvador Navarro Amaro dijo...

No sólo fueron las toses. Yo al menos observé a cuatro personas saliendo de la sala -¡y a alguna de ellas volviendo a entrar!- durante las interpretaciones. Con todo, intenté abstraerme lo máximo posible para disfrutar del concierto, porque desgraciadamente es lo habitual.Sólo faltan las palomitas.

vicentin dijo...

Creo que al ser un concierto Made in la Psoe y sus secuaces (se pudo ver por alli a Manolo Chaves) las entradas las pagamos 4 gatos y siendo gratis el evento pues se lo toman para lo que es: postureos, selfies, hacer contactos y luego tomar unas tapas cerca. como el que va al cine. Andalucia, tan lejos de la cultura en mayusculas como cerca los tics de siempre. Solo faltaron las palmas rocieras.

Abel Frías Mazuecos dijo...

Una bronca en la Scala puede incluso tener su aquel, pero lo del Maestranza es que fue reventar el concierto, para haberse vuelto Barenboim a dirigir al público en plan coro de toses, como hizo una vez en un concierto de año nuevo en 2009 con la Marcha Radetzki. Al margen de eso, como se también algunos pocos hacen en La Maestranza con los toros, Barenboim en el 2 mov. De paino paró los relojes

Anónimo dijo...

amigo vicentin,

las entradas las pagasteis 4 gatos, pero todos los que fueron sin pagar entrada en realidad no fueros gratis, esas entradas las pagamos los miles y cientos de miles y millones de ciudadanos que pagamos impuestos y no pudimos ir al concierto.

Yo soy admirador de Daniel Barenboim, es, con diferencia, el músico del que más discos tengo, pero me gustaría saber qué le parece a él que la mayoría de las entradas en este tipo de conciertos las paga la gente que no va.

Alberto Ayas Linde

Nemo dijo...

Recuerdo un concierto en El Maestranza, hace pocos años, con Abbado (ya muy mayor, muy delgado).

En el patio, cerca de la orquesta había un matrimonio con un niño de unos 3 o 4 años... ¡que lloraba! El padre lo sacó... ¡y volvió a entrar con el crío! Pero ahí no acabó la cosa... ¡el crío volvió a llorar!

La salida del padre con el niño en brazos coincidió con una pausa, y Abbado giró la cara para mirar con evidente irritación. Una vergüenza.

Deduzco que muchas de estas localidades son entradas que se reserva la Junta o el Ayuntamiento, y que o bien se quedan vacías, o son ocupadas por energúmenos.

Fernando López Vargas-Machuca dijo...

Nemo, eso fue en el Festival Sevilla entre culturas, que organizaba si no recuerdo mal el ayuntamiento (etapa PSOE, con Juan Carlos Marset como ideólogo). Es muy posible que hubiera invitados a tope. Saludos.

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