Las dos más grandes interpretaciones que le he escuchado nunca a la Sinfónica de Sevilla corresponden a sendas obras de Serguei Rachmaninov: la Segunda Sinfonía por Pedro Halffter (que le pude disfrutar en dos temporadas distintas, aparte de la grabación en el Festival Internacional de Santander) y las Danzas sinfónicas que dirigió Yuri Temirkanov en el Maestranza allá por noviembre de 1998. Este último concierto me impactó especialmente: ya por entonces la obra postrera del autor me gustaba muchísimo, pero desde aquella noche se convirtió en una de mis partituras para orquesta favoritas de todos los tiempos. Ayer jueves la ROSS volvió a ponerla en los atriles y no quise perder la oportunidad de revivir la experiencia, aun no teniendo muy claro qué podía hacer con la obra John Neschling, el sobrino-nieto de Arnold Schoenberg, a quien en 2003 le pude escuchar junto a la misma formación sevillana un espléndido Mahler y un Beethoven que me gustó poco. Desdichadamente, nada que ver con las maravillas que hizo Temirkanov.
A la recreación de Neschling solo le encuentro una virtud, aunque ésta es muy importante: la admirable manera en la que fue perfilando con nitidez todas y cada una de las líneas instrumentales de la prodigiosa orquestación elaborada por Rachmaninov, hasta el punto de que puedo afirmar de que en pocas ocasiones he escuchado más detalles en esta obra. Bueno, añadiría también como aspecto positivo el rechazo de la trivialidad y de la blandura que acechan a quienes quieren ver tras las notas una obra decorativa antes que una genial sinfonía sobre la vida y –cómo no, tratándose Rachmaninov– la muerte.
Y ahí se acabó, porque el señor Neschling me pareció completamente ajeno al estilo del autor, en el que la rusticidad bien entendida debe darse de la mano con una sensualidad vaporosa muy particular y el vigor rítmico debe dejar paso a una intensa melancolía (en la discografía comparada de este blog pueden ustedes hacerse una idea de cómo a mí me gusta que se interprete la partitura). No solo eso, sino que también se mostró incapaz de tensar el discurso horizontal: todo sonó flácido, deslavazado, sin garra y sin emoción. Salvaría quizá el Andante con moto central, donde la batuta supo al menos ser elegante y paladear bien las melodías, además de hacer sonar demoníaco al magnífico violín de Éric Crambes, porque el primer movimiento pasó sin pena ni gloria (desaprovechado el acongojante solo de saxofón) y el tercero careció de continuidad hasta llegar a un final ayuno de tensión y fuerza trágica. Todo se quedó en una espléndida radiografía carente de alma.
Tres cuartos de lo mismo se puede decir de la Sinfonía nº 2, ucraniana de Tchaikovsky que ocupaba la segunda parte. Bueno, dos cuartos de lo mismo: el primer movimiento no se sabía muy bien a dónde iba, y la deliciosa marcha del segundo fue el colmo de la sosería y la indiferencia expresivas, porque el Scherzo tuvo fuerza y el Finale supo ser vistoso sin caer en lo meramente folclórico. La claridad de nuevo fue proverbial, pero sirvió de poco: con Neschling me aburrí muchísimo con esta partitura, cosa que no me pasó estos últimos días al escuchar en mi casa las recreaciones discográficas de unos señores apellidados Markevitch, Abbado (dos grabaciones: con la New Philharmonia y con Chicago), Rostropovich, Haitink y Rozhdestvensky, así que no me vengan con que no se pueden hacer otras cosas con esta partitura todo lo menor que se quiera, pero llena de posibilidades. Simplemente, Neschling no sabe hacerlas.
A la postre, solo la oportunidad de escuchar el breve y muy bonito Episodio sinfónico (1898) de Antonio Francisco Braga fue lo único interesante de este concierto decididamente mediocre que paso a olvidar desde este preciso momento.
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