Resumidamente: aunque hay reparos más o menos importantes en todos los aspectos –batuta, cantantes y escena-, nos encontramos ante notables y en todos los sentidos muy equilibradas recreaciones de Sigfrido y El ocaso de los dioses que, habida cuenta de la impresionante calidad audiovisual de los Blu-rays (incluyen sonido DTS-HD Master Audio 7.1) y de que ofrecen subtítulos en castellano, se pueden recomendar sin problemas a toda clase de aficionados, desde los que empiezan a aventurarse en este mundo a los wagnerianos de pura cepa.
Estos últimos no se sentirán ofendidos por la puesta en escena, en apariencia muy moderna pero a la postre considerablemente respetuosa con la dramaturgia original. Otra cosa es la superficialidad de la que tantos hemos hablado: muy acorde con los tiempos postmodernos que corren, el trabajo de La Fura dels Baus con Carlus Padrissa a su frente resulta antes vistoso que trabajado. La impresión es que La Fura sabe trabajar con artilugios, proyecciones y grandes efectos, pero no sabe extraer jugo del movimiento escénico, la geometría o la pura iluminación. Ni siquiera atiende a la dirección de actores: no hay más que fijarse en Lance Ryan, protagonista de los dos títulos, todo el tiempo mirando al foso sin que haya nadie que le diga cómo tiene que moverse. Ahora bien, hay que reconocer en Sigfrido lo atractivo de la estética high-tech marca de la casa para todo el primer acto, lo original de antropomorfizar los elementos de la naturaleza en el segundo –lástima que el dragón no esté conseguido– y el fascinante despliegue de proyecciones de paisajes para el tercero; eso sí, al llegar al sublime dúo final las ideas se tienen que plegar a lo abstracto y se pierde buena parte del atractivo.
En Ocaso la dirección de actores está más cuidada que en ocasiones anteriores, aunque más en detalles concretos, a veces un poco forzados, que en el trabajo actoral minucioso para conseguir naturalidad y desenvoltura. La estética high-tech vuelve a ser ideal, en este caso para el mundo de los Guibichungos, aunque la identificación de estos con el capitalismo financiero resulta en exceso obvia. Fascinante la escena de las Nornas, muy logrado el viaje de Sigfrido por el Rin y muy atractiva la aparición de Alberich. La muerte de Sigfrido queda un tanto pobre, y la marcha fúnebre en el patio de butacas no está conseguida, a decir verdad. Tampoco se saca suficiente partido del asesinato de Gunther. El enfrentamiento de Brunilda y Waltraute –primer acto- y la inmolación final se centran en las cantantes y no distrae con efectos, pero por eso mismo resultan pobres en comparación con el resto: lo que se ve en esos momentos es plásticamente pobre y feo. El final es interesante por recoger símbolos de la primera entrega, pero no termina de resolver puntos clave como la muerte de Hagen o el desbordamiento del rio. En cualquier caso, el conjunto funciona de manera positiva y, pese a algunos detalles puntuales desconcertantes (¿para qué atraviesa Brunilda una especia de orgía al finalizar el primer acto?), no intenta tomarle el pelo al personal con discursos paralelos más o menos provocadores.
La Orquesta de la Comunidad Valenciana, por entonces extraordinaria, es una de las grandes bazas de la interpretación, pero a Mehta se le ha reprochado que no la hace sonar a Wagner. Estoy de acuerdo, y coincido con mi amigo Ángel Carrascosa en que a veces le suena más a Strauss o incluso a Puccini que al autor de Lohengrin. Yo mismo he puesto a caer de un burro su flácido y equivocado Oro del Rin. Y en estos dos títulos no hay más que escuchar momentos clave como la marcha fúnebre –más aparatosa que profunda, carente de grandeza visionaria– y en todo el final –lírico antes que apocalíptico– para darse cuenta de lo mucho que dista de las interpretaciones realmente grandes de estas páginas. Sí, con frecuencia Mehta se queda en el puro sonido, pero ¡qué sonido! Brillante, poderoso, empastado pero también muy transparente y detallista, opulento cuando debe, rico en el color y sensible en las texturas. Además, el maestro indio dirige con sentido de la narración, atención al matiz expresivo y un lirismo ya digo que no precisamente idiomático, pero sí muy bello, poético y seductor. Notable labor, pues, aunque resultará decepcionante para quienes vean el Anillo ante todo como una obra escarpada y combativa.
El equipo de cantantes es muy equilibrado, con un solo lunar: el lamentable Alberich de Franz-Josef Kapellmann, que debe de pertenecer a una agencia muy poderosa o tener buenos contactos con Les Arts, porque si no, no se explica su presencia. Pero es muy digno –lo era entonces, dicen que ahora no– el Sigfrido de Lance Ryan, pese a una zona grave más bien fea –mal cuando tiene que imitar a Gunther–, más de un problema con la afinación y una expresividad no muy variada. Y muy notable la Brunilda de Jennifer Wilson por voz, estilo y –algo menos– convicción expresiva; muy bien en la escena de la inmolación, aunque en general se le podría pedir más variedad de acentos.
En Sigfrido nos encontramos de nuevo con Gerhard Siegel, solvente Mime pese a la pobreza de su registro grave. Muy digno, aunque como siempre más profesional que verdadero artista, y por eso no muy emotivo, el Fafner de Stephen Milling. Bien asimismo la Erda de Catherine Wyn-Rogers, algo más lírica de la cuenta; su intervención, por cierto, procede de la filmación de 2008 que se hizo con otro tenor (al parecer muy mediocre: Helga Schmidt hizo muy bien en pedir una nueva filmación al año siguiente). Muy bien el pájaro de Marina Zyatkobva.
En Ocaso la estrella es Matti Salminen, con el instrumento no en plena forma –hay apuros puntuales– pero aun impresionante como Hagen; sin duda es de referencia, aunque estuviera mejor vocalmente con Levine. Sólida la Waltraute de Catherine Wyn-Rogers, de voz no muy personal. Magnífica la Gutrune de Elisabete Matos, y más que notable el Gunther de Ralf Lukas. Muy bien las Nornas de Daniela Denschlag, Pilar Vázquez y Eugenia Bethencourt, pero desequilibradas las Ondinas. En cualquier caso, lo dicho: alto nivel medio.
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