Desde el punto de vista técnico, esta realización es un monumento al virtuosismo, no solo de la orquesta -está soberbia, faltaría más- sino también de su director, que la trata con maleabilidad asombrosa: alcanzar tal grado de ingravidez en determinados pasajes con una formación tan “pesada” resulta poco menos que un milagro. Y en lo que a la interpretación se refiere, Rattle hace de sí mismo y ofrece una enorme dosis de sentido narrativo, de agilidad, de humor fresco y risueño, de encanto y de espíritu naif bien entendido, todo ello evitando la brocha gorda de por ejemplo un Gergiev y derrochando al mismo tiempo belleza sonora y no poca opulencia orquestal. Nos encontramos, por tanto, ante un Cascanueces ortodoxo a más no poder, que se escucha con sumo placer, que seduce por su brillantez y que no plantea particulares inquietudes: Tchaikovsky para todos los públicos.
Ahora bien, con Rattle no solo la emoción no alcanza la intensidad de Rostropovich (suite con la misma orquesta para DG en 1978) o, en menor medida, de André Previn con la Royal Philharmonic (grabación del ballet completo en EMI, 1986), sino que además todo resulta demasiado bonito. Hay muy poco espacio para la tensión sonora, la socarronería y el dramatismo que en su momento desplegaron un Mravinsky (tremenda selección del primer acto ofrecida en concierto en 1981 y editada por varios sellos) y no digamos un Barenboim (ballet completo en DVD, 1999) en su reinvención siniestra, dramática y llena de humor negro. Y sí que hay lugar con el maestro británico para el detalle primoroso, para la elegancia por momentos algo relamida y para algún toque aislado algo narcisista y amaneradillo: escúchese por ejemplo el número final.
En resumen, un Cascanueces hermoso, brillante y muy bien realizado, para pasárselo estupendamente con el despliegue de melodías, colores y contrastes decibélicos sin emocionarse en exceso ni inquietarse lo más mínimo. Y es que el espíritu de Karajan sigue planeando en la Philharmonie…
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