Esta integral beethoveniana, registrada por los ingenieros de Decca entre junio de 2007 y noviembre 2009 con toma sonora por debajo de la media actual, me ha parecido muy mediocre, por momentos horrible. También un tanto pedante: es el típico producto para el melómano que va de distinguido desdeñando el repertorio tradicional, al que solo acepta cuando se ofrece bajo unos parámetros interpretativos poco convencionales, a ser posible provocadores e iconoclastas. Y sin embargo me resulta difícil descalificarla por completo, porque ese músico con enorme talento que es Riccardo Chailly (a quien debo uno de los mejores conciertos de mi vida, la Sinfonía Turangalila en el Maestranza) consigue lo que quiere: renunciar a la tradición centroeuropea, concretamente a las experiencias post-wagnerianas, con todas sus aportaciones sobre el peso de los silencios, la flexibilidad agógica y el arte de la transición, y recoger al mismo tiempo algunas de los planteamientos de la escuela historicista -vibrato reducido, menor peso de la cuerda-, para ofrecer un Beethoven ágil, luminoso y electrizante que respete como nadie lo había hecho hasta ahora los tempi establecidos por el compositor sin que se resienta el virtuosismo orquestal, circunstancia esta última para la que cuenta con la extraordinaria colaboración de la Orquesta del Gewandhaus de Leipzig. Todo ello haciendo uso, para marear más al personal, no de la reciente edición Jonathan del Mar que han usado, entre otros, Zinman, Rattle o Abbado, sino la Peters de toda la vida retocada por el propio director.
Toscanini, Gardiner y Karajan son los nombres que invoca el milanés. ¡Menudo coctel! La gracia es que, efectivamente, consigue que los resultados suenen a estos tres señores. Los dos primeros, en realidad bastante parecidos entre sí, son perfectamente reconocibles: tempi mucho más rápidos de lo que estamos acostumbrados, agilidad, tímbrica incisiva, reivindicación del staccato frente al legato, fraseo seco y rígido, ímpetu rítmico, desinterés por la delectación melódica, marcado carácter teatral, agresividad en los ataques y una buena dosis de electricidad. El tercero, desde luego el más famoso director beethoveniano del siglo XX pero ni mucho menos el mejor, se encuentra muy lejos de los dos directores citados, pero también se adivina su sombra en la realización de Chailly, fundamentalmente en su gusto por la opulencia de los tutti, la sonoridad pulida de la cuerda -aunque más delgada y menor en vibraciones por la referida influencia historicista-, los grandes contrastes dinámicos y un elevado sentido de lo espectacular que no oculta su deseo de llegar al personal por la vía más inmediata, esto es, la del virtuosismo sonoro. Estamos en el extremo opuesto de directores como Furtwängler, Klemperer, Böhm, Sanderling o Barenboim.
Lo que ocurre es que -siempre a mi entender, claro- Chailly parte de un punto de partida erróneo: confundir los medios con el fin. Utilizar unos tempi u otros, decantarse por esta tradición o aquélla, o por una mezcla de varias -como es el caso-, invocar determinados nombres como referentes, nunca deberían convertirse en una finalidad en sí misma, porque las decisiones interpretativas no son sino una manera de llegar a la “verdad” expresiva del compositor. Por descontado que puede haber muchas “verdades” y que, por ende, la pluralidad de enfoques puede enriquecer de manera considerable nuestro acercamiento a las partituras, pero lo cierto es que hay opciones que chocan frontalmente con la esencia de la música.
Con Chailly, empeñado en ceñirse al metrónomo y en huir de todo lo que suene a “contaminación wagneriana” (¿por qué desdeñar las aportaciones de la tradición si éstas han demostrado ser válidas?), las frases no respiran como es debido, echando por tierra el principio de la cantabilidad: las frases musicales, al igual que el canto humano, tienen que volar con amplitud y enriquecerse con toda suerte de acentos expresivos. Si la música para piano de Beethoven posee un vuelo melódico de singular hondura humanística -confiemos en que no aparezca nadie que niegue tal aserto-, no parece que haya que renunciar a ello en sus sinfonías. Y menos aún convertir a estas en una montaña rusa en la que todo pasa a velocidad de vértigo, sin duda impresionando y hasta deslumbrando, pero no dejando la posibilidad de paladear las muchas bellezas del recorrido.
En este sentido, el de Chailly podría calificarse, como el de Rattle y en cierto modo que el más reciente de Abbado, como un Beethoven postmoderno, esto es, basado mucho antes en la acumulación de las más variadas sensaciones que en la reflexión o el análisis. Como buena parte del cine y la televisión de hoy día, vamos: inteligencia reducida al mínimo, montaje aceleradísimo, continuos movimientos de cámara y zambombazos en dolby surround, transformados aquí estos últimos en poderosos timbalazos para epatar al personal, no vaya a ser que se duerma entre semejante asepsia expresiva. Todo esto lo que hace no es otra cosa que empequeñecer a Beethoven, reduciéndolo a un mero juego de efectos en sus movimientos extrovertidos y trivializando la poesía de los más líricos -que pierden toda su hondura-, al tiempo que se le conduce al nivel intelectual de los que en música (y en muchas otras cosas) optan por realizar el menor esfuerzo posible.
Poco me ha gustado la Primera Sinfonía, en la que el maestro pasa atropelladamente por encima de la música sin dejarla respirar, haciendo gala de un fraseo cuadriculado, poco natural, que se mueve entre lo machacón y lo pimpante y carece del necesario vuelo lírico. Detestable en este sentido la cursilería del segundo movimiento. Los dos últimos, a mi modo de ver, son los que salen menos mal parados gracias a su vitalidad y sentido de la extroversión. Algo parecido se puede decir de la Segunda. Pese a la rapidez de los tempi, la agilidad generalizada y el un tanto epidérmico entusiasmo que parece desprender la batuta, la interpretación aburre por su carácter cuadriculado, superficial y a menudo atropellado, escaso de refinamiento y nulo en cantabilidad. Lo peor, un trivial segundo movimiento. Lo menos malo, un cuarto más que correcto.
Bastante menos mediocre la Heroica, una lectura enérgica, llena de electricidad, vibrante, aunque no por ello tosca ni escasa de claridad y virtuosismo. El problema es el que resultado es muy precipitado, parco en vuelo lírico y en emotividad, también en sentido del humor -cuarto movimiento-, mientras que los aspectos trágicos de la partitura -marcha fúnebre- resultan todo lo vistosos que se quiera, pero superficiales, insinceros y de cara a la galería.
El punto más bajo de la integral llega con el segundo movimiento la Cuarta. De verdad, y por muchas explicaciones que da en los vídeos de YouTube que tienen aquí a su disposición, no se entiende cómo un director del talento de Chailly pueda construir un Adagio así, cuadriculado, pimpante y machacón a partes iguales. El resto de la interpretación ofrece la previsible velocidad de los tempi -el cuarto movimiento es una locomotora sin frenos-, protagonismo de metales y percusión y un total alejamiento del pathos romántico.
Olvidable la Quinta: cuadriculada, metronómica, machacona… Eso sí, hay detalles que se escuchan nuevos en la orquestación. El resultado es como el paseo en una montaña rusa al que hacíamos referencia antes, una descarga de adrenalina en la que te impresionas cuando te lanzas sin dejar huella al terminar, porque no has tenido tiempo para reparar en el trayecto. Lo menos malo es el último movimiento, no tan atropellado como los otros tres. La Pastoral podía haber sido peor, porque cosas mucho más blandas y cursis de han escuchado (¡Rattle!), pero en cualquier caso la renuncia del milanés a cualquier pathos y su opción por la velocidad de los tempi y la ligereza en las texturas le conducen a una recreación muy aséptica en la que todo suena igual, indistinto, sin poesía. Impresiona la tormenta, dotada de electricidad pero un tanto efectista.
Digna sin más la Séptima, un cuadriculado, metronómico y aburrido ejercicio de virtuosismo, admirablemente realizado pero sin pathos, poesía y alma. Muy flojo el primer movimiento, sin progresión de tensiones. Lo mejor, el último. Muchísimo peor la Octava: precipitadísima, cuadriculada, convulsa, machacona, histérica incluso. No se respira en absoluto, tampoco hay sentido del humor, aunque los aspectos “combativos” de la obra sí que están expuestos… mediante unos metales excesivos y una percusión brutal. Lamentables los movimientos extremos. Que la claridad de las líneas sea diáfana sirve de poco en medio de semejante desaguisado.
La Novena no merece mayores comentarios. El primer movimiento es rapidísimo, negando Chailly el peso de los silencios y el juego con la elasticidad al que estamos acostumbrados. El segundo me parece correcto dentro de su carácter mecánico. El tercero no está tan mal como su rapidez pudiera hacer pensar: resulta simplemente aséptico, carente de humanismo y lenguaje beethoveniano. Mal el cuarto: machacón, vulgar, sin espiritualidad alguna, por momentos de una violencia gratuita. Bien a secas Katerina Beranova, Lilli Paasikivi, Robert Dean Smith y Hanno Müller-Brachmann.
Lo mejor llega con las interpretaciones del buen ramillete de oberturas que se incluye: Las criaturas de Prometeo, Leonora III, Fidelio, Egmont, Las ruinas de Atenas, Para la onomástica, El rey Esteban y Coriolano. Con la excepción de la citada en último lugar, machacona y convulsa, todas ellas reciben Interpretaciones extrovertidas, vibrantes, con mucho nervio, aunque también dichas un tanto de cara a la galería, a menudo precipitadas y con más de un pasaje fraseado de manera pimpante. La de Egmont me parece lo más convincente de toda esta caja de cinco compactos editada por Decca.
Una última cuestión: ¿aporta Chailly algo nuevo con respecto a las integrales grabadas en los últimos años? A mi entender, solo los tempi. En la misma línea de híbrido interpretativo, creo que la integral de Rattle es más recomendable. Con instrumentos también modernos pero siguiendo parámetros historicistas, Harnoncourt y su epígono Paavo Järvi asimismo han ofrecido propuestas de mayor interés, como igualmente lo ha hecho el irregular Herreweghe. Con instrumentos originales, Brüggen supo renovar el panorama sonoro sin traicionar el espíritu beethoveniano, muy por encima de un Gardiner o un Van Immerseel, por no hablar de un Hogwood o un Norrington. Y si optamos por la ligereza y la frivolidad -opción que me parece detestable, dicho sea de paso-, un Zinman o un Abbado ya dijeron bastantes cosas en este sentido con más coherencia que nuestro artista. Chailly mezcla a todos ellos partiendo de sus discutibles apriorismos sin tener nada claro qué contenido expresivo se encuentra detrás de las notas. El resultado, insisto que en mi opinión, es de una palmaria mediocridad.
6 comentarios:
Esta integral no me gustó ni un poquito y no porque prefiera el pesado trascendentalismo germanico que normalmente me aburre mortalmente sino porque me gusta que la música respire y a la vez que fluya naturalmente, Chailly aqui respeta el metrónomo pero no el espíritu de la música beethoveniana, un Karajan o un Toscanini podian ir a cierta prisa pero habia mas vigor que apuro, que carrera contra-reloj.
Otra integral olvidable, pensada para el mercado, que se arroga sin fundamentos el descubrimiento del Beethoven auténtico. No dudo del talento de Chailly: sólo me disgusta su indisimulado afán comercial en el repertorio romántico y postromántico (su vacío y tecnocrático ciclo de sinfonías de Mahler).
Con respecto a Toscanini, creo que, para formarse un juicio crítico, es necesario realizar una atenta y completa escucha de su legado discográfico. No comprendo el desprestigio natural que ha venido fomentándose en torno a la figura del maestro parmesano: es un fenómeno que se explica simplemente por una tendencia de la crítica musical a basarse más en el gusto que en el conocimiento fundado.
Saludos.
A mí el Mahler de Chailly me gusta muchísimo. Y el Beethoven de Toscanini, bastante más que el del milanés. Don Arturo sí sabía lo que hacía. Saludos.
Reveladora es la filmación de la Obertura de Tannhauser dirigida por Toscanini en 1948 (disponible en Youtube).
Personalmente, en materia de interpretación mahleriana actual, sólo encuentro dos directores que no se dejan seducir por en el amaneramiento postmoderno reinante: Michael Gielen (Formidable Novena, en vivo con la NDR) y Bernard Haitink.
Saludos.
Pues yo ya he comprado en Amazon la nueva integral de Barenboim que recibo el miercoles que viene y pienso disfrutar como un enano. Saludos. Sergio.
Hola.
Por suerte dispongo de varias versiones de las 9.
Klemperer, Gardiner, Pavo Järvi, Barenboim (Staatskapelle Berlín), Blomstedt (Gewandhaus),y además algunas individuales por maestros de la talla de Walter y Kleiber.
Y además, y muy contento que estoy con ella, esta de Chailly.
Todas son maravillosas y dicen cosas diferentes.
La última, sujeto de este hilo, me ha parecido maravillosa por virtuosa y elocuente.
Estos conceptos son subjetivos por lo que les sugiero que cada cual no se prive de escuchar esta versión.
Luego verá si le pasa lo que a mí que me encantó, o no.
Nadie puede hacer las 9 perfectas. Tendrán más afinidad con alguna más que otras, ya lo sabemos...
Lo que no se puede negar es la maestría del director y el virtuosismo de la Gewandhaus.
Apasionante...
Saludos!!!
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