Tres razones encuentro por las que la obra me ha impactado tanto. La primera, la fuerza de las personalísimas coreografías de Pina Bausch (1940-2009), particularmente de las cuatro creaciones que conforman el núcleo de la cinta: Café Müller, Le Sacre du printemps, Vollmond y Kontakthof. La segunda, la increíble calidad de los miembros del Tanztheater Wuppertal Pina Bausch, que desde luego no fueron escogidos por la ya mítica bailarina y coreógrafa alemana por su belleza física (los hay guapos, los hay normalitos y los hay feos), sino por su conjunción entre agilidad y capacidad de expresión, aparte de -eso queda muy claro a lo largo del metraje- su particular empatía con la mente de la artista, hasta tal punto de que cada uno de estos bailarines se convierte en una prolongación de ella misma a la vez que la particular personalidad de cada uno pasa a formar parte del universo de la Bausch.
La tercera es el trabajo de Win Wenders. Este no tiene nada que ver con una filmación ortodoxa de ballet, ópera o concierto, tipo Brian Large, porque su mirada no es en absoluto neutra, sino subjetiva. Tampoco se parece al típico documental sobre música al estilo de los magníficos de un Nupen o un Sánchez Lansch (enlace), porque estos basan su fuerza en el guión y el montaje. Asimismo se aleja de las filmaciones digamos “esteticistas” de un Carlos Saura en sus acercamientos al flamenco o al tango, que se sustentan sobre la fuerza plástica de cada fotograma: el cineasta aragonés era fotógrafo, y eso se nota. El realizador de El cielo sobre Berlín es por el contrario un cineasta “de verdad”, es decir, de los que se expresan a través de una realización puramente cinematográfica que utiliza no solo el montaje o el encuadre, sino también cada uno de los movimientos de cámara con fines expresivos.
No hay en Pina un solo travelling o picado gratuito. Ni un encuadre que busque hacer bonito. Todo, absolutamente todo, está pensado con intencionalidad dramática. Lo grande es que el discurso fílmico de Wenders está en plena sintonía con el de su amiga Pina Bausch, teatralizando las situaciones desde una óptica exclusivamente cinematográfica (¡inmensa fuerza la de la cámara subjetiva en la obra de Stravinsky!) sin realizar subrayados gratuitos o enfáticos. Sacando un enorme provecho dramático de los escenarios naturales en los que se mueven los artistas -trátese de una glorieta en medio del tráfico, de una fábrica o de un desierto- y enriqueciendo el concepto original de la artista con nuevas asociaciones. Haciendo que el encuadre “pese” cuando tiene que pesar. Usando un montaje elegantísimo en el que los comentarios de los bailarines -voces en off sobre sus rostros llenos de fuerza- sirven de suave transición entre cada una de las secuencias coreográficas. Usando el sonido de la respiración o de los movimientos -asombroso el trabajo de los ingenieros- para transmitir a la sala de cine la fisicidad inherente a los trabajos de la Bausch. Y haciendo, finalmente, un inteligentísimo uso de la profundidad de campo a lo largo de todo el metraje, a lo que contribuye en gran medida la realización en 3D.
Tres motivos, decía, para que Pina fascine desde el primer minuto hasta el último. Hay un cuarto: una de los mejores trabajos en tridimensionalidad cinematográfica que he visto hasta la fecha. Y añado un quinto: una espléndida recopilación musical que culmina en la magnífica canción The Here And After, compuesta por Jun Miyake y cantada por Lisa Papineau en homenaje a la Bausch.
Em fin, la mejor película que he visto en años. Si se conforman con el DVD perderán las tres dimensiones. No la dejen escapar.
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