El israelí viene de trabajar con Zubin Mehta y Daniel Barenboim, sus principales padrinos. Pues bien, su Aida no se parece en nada a la de los dos maestros citados (de las que tenemos grabaciones tan desiguales como complementarias entre sí: el de Bombay para los dos primeros actos y el de Buenos Aires para el resto). A quien me ha recordado Omer Wellber aquí es a Muti en su célebre registro con Caballé y Domingo, lo que en principio es muy de celebrar. Se trata pues de una Aida juvenil, briosa, llevada con muy buen pulso, planteada con un altísimo sentido del la teatralidad, espléndidamente desmenuzada y de enorme brillantez sonora sin que ello suponga caer en la grandilocuencia ni la pesadez elefantística con que algunos plantean los pasajes más de cara a la galería. Desde luego, nada que ver con la lentísima, narcisista, poco verdiana, escasamente teatral pero de todo punto fascinante recreación que semanas atrás realizó Lorin Maazel con la misma orquesta.
Dicho esto, se entenderá que como dirección de Aida de Verdi (repito: de Verdi) haya sido mucho más convincente Omer Wellber que el anciano Maazel. Pero aún le queda bastante al joven maestro por madurar. Su dirección fue más ligera de la cuenta, y no hablo de tempi sino de densidad sonora. Cayó a veces en el nerviosismo y hubo algún pasaje pimpante. De vuelo lírico y cantabilidad anduvo más bien escaso. La capacidad para generar atmósferas -pienso en el acto del Nilo, sobre todo- queda muy por debajo de lo que nos ofreció su predecesor. Y además tiende a confundir garra dramática con decibelio, de lo que el final de la escena del juicio (¡qué música!) fue buen ejemplo: donde Maazel o Barenboim acumulan tensiones de manera abrumadora hasta llegar a un final no ya ominoso sino cataclísmico, Wellber no supo más que dar rienda suelta a la masa orquestal, con el resultado de que no solo no se consiguió la fuerza expresiva deseada, sino que además no se oyó a Daniela Barcellona.
La mezzo italiana estuvo casi tan bien como con Maazel. Y digo casi porque se la notaba, después de tantas funciones como Amneris, algo cansada, sin todo el poderío ni la fuerza expresiva que exhibió con anterioridad. Y los cambios de color en el grave continúan estando ahí. En cualquier caso siguen deslumbrando la belleza de su canto, la sensualidad de su legato y la sinceridad expresiva de que hace gala, manejando sabiamente los recursos que le ha dado su bagaje anterior: el Verdi maduro no es en modo alguno Bel Canto, pero si no se dominan los recursos belcantistas no hay nada que hacer.
Esto último es precisamente lo que le ocurre a Jorge de León, una voz sin duda con posibilidades que no logra encontrar su sitio en este repertorio. Hay agudos con squillo, sí, pero de matices expresivos este señor sabe muy poco. Solo al final, cuando ya no tiene que esforzarse en ofrecer heroicidad vocal, logra destapar el tarro se las esencias, pero ya es demasiado tarde. Sigue sin gustarme su Radamés, aunque entiendo que a cierto tipo de aficionado pueda parecerle de lo más prometedor. Cuestión de concepto, claro.
Un horror sin paliativos el Amonasro de Marco Vratogna: línea vocal tosca y deficiente, sin legato alguno, en manos de un artista que recurre a la más vulgar truculencia del Verismo mal entendido. ¿Qué hace este señor cantando en Les Arts? Que lo explique Helga Schmidt, por favor. Y que explique también qué clase de compromiso tiene con la agencia de Stephen Milling (IMG Artist, la misma que la del Vratogna), porque si la presencia anual del bajo danés en otras ocasiones no ha sido mal recibida (pienso en su Fafner), como Ramfis no tiene nada que hacer. Desastre total. Muy bien Javier Agulló y Sandra Fernández, y algo menos el Faraón de Marco Spotti.
Bueno, ¿y la Aida propiamente dicha? Pues una gratísima sorpresa, ya que sin esperar gran cosa de Hui He, la soprano china convenció con una actuación de enorme solvencia presidida por la belleza vocal, la elegancia y la buena voluntad por ofrecer matices canoros, incluyendo reguladores y filados no siempre perfectos pero muy estimables. La voz, en exceso lírica para el rol, posee además un timbre agradable y con esmalte, y está manejada con buen legato y un fiato muy bien controlado con el que hasta ofrece algún alarde. Desde luego, muchísimo mejor que Indra Thomas con Maazel. Subsanado este grave lunar, el del rol titular, puedo afirmar con rotundidad que la función comentada, la del domingo 19 de diciembre, ha sido globalmente superior a la que vi el mes pasado, aunque no haya surgido del foso la magia sonora conjurada por el octogenario maestro parisino.
De la producción de David McVicar prefiero no volver a hablar, aunque sí quiero añadir -lo he escrito en alguna otra parte- que no me ha hecho gracia que la señora Schmidt haya realizado modificaciones con respecto al original, eliminando unos cadáveres que colgaban del techo (se ven en las fotos del Covent Garden) y suprimiendo, presuntamente, alguna escena de lesbianismo. Si no le gusta McVicar que contrate a Zefirelli, pero que respete la labor del artista, por favor, que ya luego el público emitirá su veredicto.
2 comentarios:
Menos mal que encuentro a alguien en la red que dice algo que concuerda con mi opinión de que Jorge de León no es un gran tenor ni mucho menos y que no matiza nada en su canto lo que lo hace aburrido. No entiendo tampoco el entusiasmo de muchos con este tenor, pero ya veremos como después de que le den caña afuera aquí dentro comenzarán a decir que es "uno más".
Por lo demás muy de acuerdo con toda tu crítica.
Hombre, lo que ocurre con de León es una mezcla de dos cosas: el entusiasmo ante la aparición de un presuntamente verdadero spinto, por un lado, y por otro el hecho de que a muchos aficionados les gusta una manera de cantar más basada en el "poderío" que en la inflexión expresiva. Ejemplos en el pasado hay montones, pero no cito ninguno porque se puede montar la marimorena, y aún quedan dos días para Navidad. Un saludo.
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