miércoles, 30 de junio de 2010

La ciudad muerta en Madrid

Cuando me inicié en el mundo de la música lo hice a través de las bandas sonoras. Por eso llegué mucho antes a los compositores de la primera mitad del siglo XX que a los grandes del XVIII y el XIX. Por eso mismo estaba deseando ver en escena alguna de las óperas del gran Erich Wolfgang Korngold, todas ellas hoy olvidadas salvo la que ha traído ahora el Teatro Real de Madrid, Die tote Stadt. Y aunque ahora me toca moderar un poco mi entusiasmo y reconocer que la partitura ofrece importante desigualdades (el segundo acto es muy superior a los otros dos, y de hecho el primero no arranca hasta la bellísima canción de Marietta), partitura y libreto funcionan muy bien y logran el milagro de enganchar tanto a los aficionados “de toda la vida” en busca de melodías –la deuda con la opereta es evidente- como a los que estamos más interesados por la fusión entre música y drama y, al mismo tiempo, atendemos en gran medida a la escritura orquestal. Prodigiosa esta última, por cierto, pese a salir de la pluma de un chaval de veintitrés años.

Precisamente ha sido este último el valor más puesto en evidencia por Pinchas Steinberg con su soberbia dirección, sacando un partido espléndido de la Sinfónica de Madrid (cuyos miembros, me consta, fueron sometidos a rigurosísima disciplina por el maestro) y ofreciendo toda la sensualidad, riqueza tímbrica y delectación melódica necesarias sin dejar de atender a los cantantes, quienes en partitura semejante corren el riesgo de ser sepultados en cualquier momento. Inolvidable fue la manera de paladear las bellísimas canciones de Marietta y Pierrot y, más aún, la concentración del melancólico y acongojante final. Eso sí, fue una dirección mucho antes romántica –léase lírica y voluptuosa- que expresionista, por lo que descargar y escuchar la realización de Ingo Metzmacher disponible en la red (enlace), por lo demás muy poco respetuosa con las voces, resulta de lo más aconsejable para obtener una visión complementaria.

Las voces se limitaron a cumplir, tanto las del primer reparto como las del segundo. A Klaus Florian Vogt lo escuché el 27 de junio: reconozco que da las notas (hubo un gallo aislado sin importancia) y que “canta bonito”, pero una voz tan blanquecina y una línea tan blandengue, por no decir relamida, no son de mi agrado. Tampoco me hizo mucha gracia Burkhard Fritz, monótono y con la voz algo atrás; el tenor hamburgués me interesó más cuando le escuché Parsifal con Barenboim (enlace). Estuvo digna Manuela Uhl en el doble rol de Marietta/Marie, pero me quedo con Solvej Kringelborn por su mayor comodidad vocal y superior sensibilidad. Lucas Meachem hizo un solvente Frank y ofreció un canto muy bello como Fritz/Pierrot, Nadine Weissmann estuvo regular como Brigitta y el resto guardó un buen nivel.

La propuesta escénica de Willy Decker (como es bien sabido, enorme éxito en Salzburgo hace años) me pareció una verdadera maravilla, y un modelo de cómo se puede ofrecer una mirada personal, e incluso hacer alguna que otra modificación sustanciosa, sin atentar contra el libreto ni contra las intenciones originales del compositor. La distinción entre realidad y fantasía estuvo perfectamente realizada sin caer en lo pueril, la enajenación mental del protagonista logró no caer en el ridículo (junto al contrario de lo que ocurre en el horrendo DVD de la Ópera de Estrasburgo), los cantantes estuvieron muy correctamente movidos (incluido ese mal actor que es Burkhard Fritz) y plásticamente el resultado fue atractivo. A descacar la escena del desfile eclesiástico, que me recordó no poco a la genial fantasmagoría felliniana de Roma. Teatro –buen teatro- al servicio de la música y el drama, pues, y no del narcisismo del director de turno. ¿Por qué demonios no se ha filmado todavía esta admirable producción?

Los aplausos del público demostraron cuánto se equivocan los que solo quieren apostar por títulos conocidos: cuando las cosas se hacen bien, aun no contando con grandes voces, el éxito está asegurado. Y muchos salieron con la sensación de haber descubierto una gran ópera con la que, a partir de ahora, podrán disfrutar en casa tanto como hasta ahora han hecho con otras mucho más conocidas.

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