Daniel Barenboim
Como era de esperar, el de Buenos Aires no hace el menor esfuerzo por acercarse al estilo de la ópera francesa, sino que intenta llevar la partitura de Bizet a su propio terreno. Nos encontramos así ante una Carmen muy personal y discutible, sin el perfume exótico, el fraseo hedonista, la atmósfera sensual, la riqueza de colorido, el pintoresquismo y la luminosidad mediterránea que deben producir un fuerte contraste con el dramatismo, el desgarro y la negrura que también alberga la partitura. Estos últimos aspectos, por descontado, sí que estuvieron fabulosamente servidos por la batuta.
¿Resultados? En los dos primeros actos Barenboim, pese a la evidente energía desplegada y a su elevadísimo sentido teatral, dejó muy en evidencia las insuficiencias de su planteamiento, mostrándose además un tanto vulgar en lo que a la realización sonora -demasiado robusta, no muy elegante- se refiere. Por ello su labor, sin resultar en absoluto desdeñable, se quedó un tanto a mitad de camino, y solo en momentos aislados -como la pelea de las cigarreras- alcanzó el nivel exigible a un director de semejante talento.
En el tercer acto el nivel subió considerablemente: de verdadero infarto el duelo, que por cierto pudimos escuchar sin los cortes que son habituales. En el cuarto el argentino dio lo mejor de sí mismo, logrando que su habitualmente desenfadado preludio sonara con carácter ominoso, pero sin perder brillantez, y ofreciendo un maravillosamente sincero, apasionado, tempestuoso, desgarrador y trágico dúo final, diseccionado además de manera prodigiosa en lo que a las texturas orquestales se refiere y relevando mil y un detalles nuevos. Pese a algunos abucheos aislados, su éxito personal entre el público de la Scala fue extraordinario, y -pese a los reparos apuntados- muy merecido.
Emma Dante
La mayoría de los directores de escena que se acercan a esta ópera afirman que por fin con ellos se va a ver una Carmen alejada de los tópicos, renovadora y -por descontado- profundamente feminista. Al final terminan ofreciendo, cómo no, una visión rematadamente tópica, convencional y machista de la obra. A la directora siciliana le ha pasado tres cuartos de lo mismo. No vamos a negar que en su realización estuvo muy trabajada -sobre todo en el plano actoral- y que hubiera alguna que otra buena idea aislada, pero el conjunto no solo no funcionó desde el punto de vista dramático, sino que terminó alcanzando el mayor de los ridículos.
Emma Dante quiere “descubrirnos” que esta ópera habla del choque entre la mentalidad conservadora pequeñoburguesa y la amoralidad de la vida fuera de la ley, y por ende nos presenta una ciudad mediterránea -que no es Sevilla- infestada por curas fácilmente escandalizables y militares muy agresivos en la que las “liberadas” cigarreras/monjas lucen su ropa interior mientras (¡enorme hallazgo, jamás visto en escena!) chapotean en el agua de la fuente.
Como además hay que ser “políticamente comprometidos”, hay críticas a la violencia machista (!), a la explotación infantil (!!), a las corridas de toros (!!!) y hasta a la compraventa no se sabe muy bien si de ex-votos o de reliquias (!!!!), todo ello bajo un prisma maniqueo que no duda en identificar religión con represión (equivocada está esta señora: que se pase cualquier año por la Semana Santa de Sevilla) y que acude a todos los tópicos habidos y por haber sobre el folclore latino, mezclando alegremente -otros lo han explicado mejor que yo- las procesiones castellanas con el Corpus Valenciano, el botafumeiro santiagués con la ambientación siciliana.
Plásticamente, además, la propuesta resultaba fea y oscura, con un vestuario -de la propia Dante- que no aportaba nada sobre los personajes y una escenografía en la que Richard Peduzzi no tuvo el menor reparo de ofrecer una especie de reciclaje de su Tristán con Chéreau y Barenboim que se vio en la propia Scala hace justo dos años (enlace). Mil y un detalles gratuitos que no merece aquí la pena enumerar terminaron de convertir la propuesta escénica de Emma Dante en un bodrio de extrema impresentabilidad. El monumental, feroz e histórico abucheo se lo tuvo merecido. Daniel Barenboim demostró un gran coraje saliendo a defenderla, aunque su cara de mala leche denotaba un intenso desprecio por la opinión del respetable: un poco más de humildad no le vendría mal a este señor, por mucho que sea -que a mi modo de ver lo es- el más genial músico del momento.
Los cantantes
Se ha dicho que no está bien que una desconocida protagonice la noche de San Ambrosio en La Scala. No estoy de acuerdo: lo importante es su categoría artística, no su glamour, su fotogenia o su impacto mediático. Tras una Habanera simplemente correcta, la jovencísima -veinticinco años- Anita Rachvelishvili demostró ser una Carmen bastante notable, si bien dentro de una concepción del personaje alejada de los convencionalismos y, aquí sí, escasamente machista: su cigarrera no es ni pícara, ni sarcástica ni seductora, sino simplemente una mujer marcada por la tragedia que tiene la mala fortuna de enamorarse y desenamorarse de hombres que no le convienen en el momento más inadecuado. Egoísta pero ofreciendo al mismo tiempo una consecuente valentía a la hora de enfrentarse a su destino, la Carmen de la Rachvelishvili ofrece una dimensión trágica en absoluto desdeñable.
De Jonas Kaufmann no sé muy bien que pensar. De él hasta ahora sólo había escuchado su muy irregular (y en general bastante mediocre) primer recital de arias para Decca, así como su horroroso cantante italiano en el Rosenkavalier de la Fleming editado hace poco en DVD. Su técnica deja muchísimo que desear, con la voz muy atrás (o más atrás aún: donde ustedes se imaginan) emitida de manera por completo heterodoxa, con resultados de terrible fealdad tímbrica. Cuando tiene que ofrecer un canto mórbido y elegante resulta insoportable: su dúo con Micaela y el aria de la flor deberían pasar al Museo de los Horrores.
Ahora bien, cuando canta a voz plena y con acentos marcadamente trágicos, Kaufmann se trasfigura en lo vocal al mismo tiempo que ofrece una verdadera lección de temperamento y emotividad sin sacar los pies del plato en lo expresivo. Su cuarto acto fue descomunal, y sin duda explica la extraordinaria acogida final por parte del público de La Scala. En fin, a mí me da la impresión de que este señor podría convertirse en un tenor dramático de fuste si se dedicase a lo que realmente le va.
Me interesó poco la Micaela de Adriana Damato, seguramente correcta pero bastante fría y vulgar; aunque por fortuna limpió al personaje de la cursilería con que otras lo abordan, desaprovechar semejante bombón es poco menos que un pecado. Para ella hubo una cierta dosis de abucheos finales, como también, aunque en menor medida, para ese barítono de segunda fila que es Erwin Schrott, un Escamillo no ya chulo sino abiertamente basto; mejor en cualquier caso su enfrentamiento con Don José, donde estuvo notable, que en su celebérrima aria de entrada. Entre el resto del elenco hubo de todo, siendo justicia destacar la Frasquita de Michèle Losier y, sobre todo, la Mercedes de Adriana Kučerová, una cantante a la que vimos en Sevilla como Marcelline (enlace) y que en La Scala ha estado maravillosa.
Muy en resumen: una Carmen globalmente muy irregular, que en lo escénico fracasó de manera rotunda y que en lo musical avanzó desde la relativa mediocridad del primer acto hasta la excelsitud del cuarto. Estaremos atentos a la evolución de la Rachvelishvili y confiaremos en que Kaufmann deje de hacer tonterías y se embarque en proyectos que realmente aprovechen su enorme potencial.
No hay comentarios:
Publicar un comentario