Esta introducción biográfica fue escrita para acompañar el libreto de las representaciones de Los pescadores de perlas que se ofrecieron en versión de concierto en el Teatro de la Maestranza en junio de 2009. Un error de maquetación hizo que apareciera rubricado por mi colega y amigo Ismael G. Cabral, pero el texto es íntegramente mío, con todas sus insuficiencias.
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A veces la naturaleza es terriblemente cruel con los artistas. Jacqueline du Pré (1945-1987) hubiera sido recordada como la más grande violonchelista del siglo XX de no ser por la esclerosis múltiple que la fue dejando paralizada a partir de 1971, con tan solo veintiséis años de edad. Juan Crisóstomo de Arriaga (1806-1826) podría quizá haber sido el gran compositor romántico que nunca tuvimos en España de no haber fallecido de tuberculosis a los veinte. Y Georges Bizet (1838-1875) se hubiera convertido en el más grande compositor francés del siglo XIX, con permiso de Berlioz y muy por encima de los Meyerbeer, Massenet o Gounod, de no haber abandonado este mundo con treinta y siete años.
Nos dejó, eso sí, ya casi al final de su vida, una obra maestra absoluta que perpetuaría su apellido para la posteridad y asociaría para siempre el nombre de Sevilla a unos ojos oscuros de gitana mirando a través del humo de los cigarrillos. Pero su trayectoria, en general poco respaldada por la fortuna y finalmente cortada de un solo tajo por la enfermedad, podía haber dado mucho más de sí.
Los comienzos no podían haber sido más prometedores. Bizet había nacido, en la capital francesa de tiempos de Luis Felipe, en el seno de una familia con claras inclinaciones musicales, siendo su padre compositor aficionado y teniendo su madre como hermano a uno de los más célebres profesores de canto de la época.
Fueron sus progenitores quienes le dieron las primeras lecciones -se dice que le quitaban de en medio los libros para que se dedicara sólo a la música-; y lo hicieron con tanto provecho que a los cuatros años ya sabía leer partituras y dos semanas antes de cumplir los diez -edad mínima requerida- pudo acceder al Conservatorio. Allí le llovieron premios, el primero de ellos a los seis meses de su llegada, y pudo recibir las enseñanzas de, entre otros, dos compositores fundamentales en su vida: Fromental Halévy (quien había alcanzado un enorme éxito con su ópera La Juive) y el aún joven Charles Gounod (no tan conocido por entonces: a Fausto y Romeo y Julieta le quedaban aún unos cuantos años).
Pronto demostró su talento al piano, especialmente en la lectura a primera vista. Y diferentes obras empezaron a demostrar un particular talento compositivo. Entre ellas una Sinfonía en Do que, escrita en 1855 como trabajo escolar que necesariamente ha de absorber influencias muy diversas, nuestro joven y muy autocrítico artista decidió mantener oculta el resto de su vida. Injusta valoración por parte de su autor: hasta 1935 nadie pudo disfrutar de su extraordinaria belleza melódica.
Bizet aspiró, como tantos otros, al prestigioso Premio de Roma. A la tercera fue la vencida y con tan solo diecinueve años pudo partir a la Ciudad Eterna. Lamentará perderse el estreno de Fausto, pero a cambio podrá viajar por toda la península, empaparse de arte y sentirse muy identificado con el bel canto de Rossini, hasta el punto de que llega a escribir un ópera bufa, Don Procopio. Verdi, más concretamente Un ballo in maschera, le interesará por el contrario más bien poco, mientras que Wagner, que andaba concluyendo Tristán e Isolda, le quedaba de momento demasiado lejos.
La amistad de Ernest Guiraud va a ser otro de los hechos clave de esta etapa italiana que culmina con la composición de Vasco da Gama, una especie de oratorio en el que empezaba a tantear los terrenos del género de la “grand opéra”, en el que tenía puesta su mirada. Pero mientras se encontraba en Venecia con Giraud recibió noticias preocupantes sobre la enfermedad de su madre (ésta fallecería un año después) y decidió volver a París.
Georges Bizet va a pasar los quince años (¡ay!) que le quedan de vida sin apenas moverse de la capital francesa. Allí podrá asistir al estrepitoso estreno de la versión revisada de Tannhäuser (él se encontrará entre los admiradores) y codearse con Franz Liszt, circunstancias ambas que terminarán de perfilar su personalidad musical, francesa hasta la médula pero tan inquieta como creativa. Y muy pronto, en 1863, recibirá el primer encargo del Théâtre Lyrique: Los pescadores de perlas.
Por desgracia las expectativas creadas no van a terminar de cuajar hasta Carmen, cuando ya es demasiado tarde. ¿Los motivos? La ya referida capacidad autocrítica tuvo mucho que ver con ello. Bizet cambió mucho de planes y tiró abundante material a la basura, aun reciclando lo que le parecía más interesante en piezas posteriores.
También está una cuestión puramente vital: nuestro artista tiene que ganarse la vida y encuentra que lo puede hacer estupendamente impartiendo clases, ofreciéndose como pianista acompañante, participando en la organización de conciertos y, sobre todo, ejerciendo de arreglista de obras ajenas, una labor en la que alcanza enorme consideración.
Su vida sentimental no parece apoyar una labor creativa. El embarazo no deseado de su doncella (su hijo ilegítimo Jean nace en 1862) le causa ciertos trastornos, como también lo hará más adelante la inestabilidad emocional que descubrirá -demasiado tarde- en la que iba en 1869 a convertirse en su esposa: Geneviève Halévy, la hija de su antiguo maestro. El propio Bizet se ve afectado por una tendencia depresiva que se acentúa cada vez que una obra no recibe la aceptación que él espera.
La mera suerte tampoco estuvo de su parte. El estreno de Los pescadores de perlas le obligó a dejar un lado su primera ópera, La guzla de l’emir, puesto que el Théâtre Lyrique no admitía obras de quien hubiera ya estrenado alguna página de ese género en la capital francesa. La Opéra de París, el templo al que todos los jóvenes compositores querían acceder, rechazó en 1864 su Ivan IV. Las dos obras tuvieron que ser recicladas. La joile fille de Perth, escrita pensando en la Exposición Universal de 1867, ve retrasado su estreno por la gran nueva obra de Gounod, Romeo y Julieta. Un nuevo intento en la Grande Opéra, La coupe du roi de Thulé, le produce el bochorno de verse relegado por una obra de otro autor hoy olvidado.
El estallido de la Guerra Francoprusiana en 1870 (enseguida se enroló en el ejército, como hicieron otros célebres colegas) y las subsiguientes agitaciones de la Comuna de París -cinco mil muertos debido a la represión ejercida por el gobierno provisional de la III República- ponen un nuevo bache en su carrera. Su nueva ópera, Djamileh, un encargo de la Opéra-Comique, se ve muy perjudicada por un elenco vocal deficiente. El incendio de la Grande Opéra en octubre de 1873, que le impide estrenar una página inspirada en El Cid, Don Rodrigue, es el último escalón en esta sucesión de acontecimientos desafortunados.
Tres obras, por el contrario, le aportan grandes satisfacciones. La primera es Juego de niños, de 1871, una verdadera delicia para dos pianos que se apresura a orquestar parcialmente. La hermosísima música incidental para la obra de Daudet La arlesiana, pese a no ser bien acogida en su estreno el verano de 1872, será un éxito transformada en suite orquestal.
Finalmente Carmen, escrita entre 1872 y 1874 por un Bizet depresivo, frustrado en lo artístico, afectado por un reumatismo articular agudo y en plena crisis matrimonial, no obtiene el respaldo de la crítica pero sí una excelente respuesta del público. Semejante obra maestra, una de las mayores de la historia del género, nos hace preguntarnos qué hubiera pasado si Bizet hubiera vivido veinte años más.
Un par de infartos se lo llevaban el 3 de junio de 1875, tres meses después del estreno de Carmen y sexto aniversario de su infortunado matrimonio.
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