miércoles, 3 de junio de 2009

Maldita belleza sonora

Se lamentaba hace unos días un buen melómano de que yo no hubiera disfrutado tanto como él del Tristán e Isolda que dirigió Pedro Halffter en el Maestranza, y se preguntaba si a lo mejor yo no estaba esa noche muy receptivo ante lo que teníamos por delante, como a él -me decía- le pasó en el último recital de Juan Diego Flórez. Prometí contestarle desde mi blog después de reflexionar con tranquilidad sobre el asunto. Y lo hago ahora.

Pues bien, no creo que fuese un problema de concentración por mi parte. Lo que ocurrió es que lo que hizo Halffter con la partitura wagneriana chocó abiertamente con mis propios gustos musicales. No me convenció su trabajo por lo mismo que a veces Karajan -enorme director- me resulta algo cargante. Por lo que el Abbado de mediados de los ochenta en adelante me resulta mucho menos interesante que el Abbado juvenil. Por lo que Jesús López Cobos me parece un verdadero lastre para el Teatro Real. Por lo que considero a Maria Joao Pires una intérprete fraudulenta. O por lo que mi admiradísimo Javier Perianes me pone de los nervios cada vez que hace el Veintiuno de Mozart: por el exceso de belleza sonora. O mejor dicho, por hacer gala de una belleza sonora mal entendida.

¿Y qué significa eso? La música tiene que sonar “hermosa”, eso parece fuera duda, aunque lógicamente el concepto habrá de variar en función del repertorio. No puede ser la misma “belleza” la de un Bach que la de un Schubert, un Debussy o un Prokofiev, pongamos por caso. Tampoco puede ser idéntico el “peso” de la misma: en el Bel Canto es sin duda un elemento determinante, mientras que -por no salirnos de la ópera italiana- en el Verismo la “fealdad” puede y hasta debe hacer acto de presencia.

Así las cosas, ¿puede cuantificarse el momento en el que esa “belleza sonora” empieza a resultar inapropiada? A mí me parece que sí: cuando ésta se pone por encima de la sustancia expresiva o, lo que es lo mismo, cuando el deseo por seducir el oído “sonando bonito” llega a desnaturalizar esa tensión dramática que permite que la arquitectura musical se sostenga. En el fondo nos encontramos ante una viejísima dicotomía, la existente entre lo apolíneo y lo dionisíaco, entre la forma y el contenido. Si no se ha resuelto el asunto en siglos no lo vamos a resolver aquí ahora, pero no por ello voy a dejar de manifestar que a mí el preciosismo sonoro en sí mismo no sólo no me interesa lo más mínimo, sino que me irrita profundamente.

Volviendo al Tristán del Maestranza, creo que si Halffter no me gustó no fue porque no sepa hacer las cosas, sino porque hizo justo lo que pretendía: seducir con la pura magia sonora. Él mismo así lo dejaba entrever en la entrevista que le realizó mi amigo David Cuesta para EFE (enlace). Y efectivamente, las sonoridades de la orquesta, muy particularmente las texturas del segundo acto, fueron hermosísimas desde un punto de vista digamos objetivo, ajeno a lo que ocurre en el libreto. La orquesta respondió de maravilla. No es de extrañar que hubiera muchos melómanos extasiados.

Pero esto a mí en Wagner me parece un tremendo error si no se realiza en función de una tensión interna y de una garra dramática que son consustanciales al propio concepto de "drama musical". Y más aún en Tristán e Isolda: estamos hablando de la obra romántica por excelencia, Amor y Muerte en estado puro. No se puede abordar semejante asunto con tal grado de timidez expresiva. Ni se puede “aburguesar” de semejante manera una pasión como ésta, relajando las tensiones y limando las aristas. Y que conste que tampoco me parece necesario llegar a los extremos dionisíacos de un Barenboim: Carlos Kleiber demostró cómo ese segundo acto puede sonar con un refinamiento, una elegancia y una cantabilidad inigualables sin perder fuerza erótica ni desesperación agónica.

En fin, sirvan estas líneas para dejar claro a quien haya tenido la paciencia de leerlas cómo me gusta a mí, pobre aficionado, que suene la música. A muchos otros melómanos les puede gustar de otra manera, y de hecho ahí están los que se entusiasman con la citada Pires, admiran a López Cobos y tienen a Abbado por el mejor director de la actualidad. Yo seguiré prefiriendo, qué le voy a hacer, a artistas muy distintos. Incluso aunque con ellos la música no suene “bonita”, sino más bien todo lo contrario. ¿Han escuchado hablar de un tal Otto Klemperer?

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