Tras más de un año trabajando infructuosamente en el cuarto movimiento de una sinfonía comenzada mucho tiempo atrás, concretamente en agosto de 1887, Anton Bruckner abandonó este mundo en octubre de 1896 dejándonos tan sólo algunos fragmentos inconexos, incomprensibles y de escasa calidad musical para cerrar lo que, en sus tres movimientos completados, era ya una de las más grandes joyas alumbradas en la historia del género sinfónico. No ha de extrañar dada la coherencia y unidad de los tres tiempos existentes, incluso desde el punto de vista programático: el bellísimo final del Adagio cierra con resignado nihilismo la terrible lucha contra el destino.
Un grandioso movimiento final “de alabanza a Nuestro Señor”, tal y como lo planeaba el artista, no hubiera hecho más que estropear lo que era ya una obra maestra absoluta. Comprensiblemente, Anton Bruckner no se sentía capaz escribir nada interesante para completar lo que, sin él saberlo, ya estaba acabado. Su aportación el género de la sinfonía, al igual que su propia trayectoria vital, encontraba punto final en los acongojantes compases finales del referido adagio.
Todo esto es la versión oficial, claro, repetida una y otra vez a lo largo de los años. De desmontarla se encargan, con argumentos realmente sólidos, Benjamin-Gunnar Cohrs en sus notas de la carpetilla y el propio Nikolaus Harnoncurt en su locución (media hora en alemán, repetida a continuación en inglés) incluida en este doble compacto editado en 2003 por el sello RCA. Su conocimiento es imprescindible para todos los brucknerianos dispuestos a asimilar la verdad sobre el final de esta obra genial.
Bruckner sí terminó el Finale. O mejor dicho, casi lo terminó: en junio de 1896 la arquitectura del movimiento, con sus principales líneas melódicas, ya estaba acabada, al menos hasta el comienzo de la coda. Sólo quedaba concluir un ya iniciado proceso de instrumentación. El problema es que lo que había escrito resultaba tan audaz para la época que quienes accedieron a los manuscritos lo tomaron por una obra senil que no merecía mayor atención. De este modo, de la partitura autógrafa sin orquestar, pero ya casi completada, se vendieron o regalaron varios folios (la numeración de las páginas colocada por el propio Bruckner no deja lugar a dudas sobre la existencia de los mismos) que nos han dejado un hueco irreparable.
Contando con lo que se conserva del manuscrito y haciendo uso paralelo de las partituras que el compositor dejó de su incompleta orquestación, John A. Phillips ha elaborado una “documentación” de 578 compases, algunos de ellos ya acabados en su instrumentación y otros sólo con algunas líneas melódicas, que a pesar de su carácter fragmentario (la pieza más extensa son los nueve minutos iniciales) nos permiten conocer lo que Bruckner había escrito. No se trata, pues, de una reconstrucción del movimiento a la manera, necesariamente decepcionante, de Samale y Mazzuca, sino de una edición de aquello que conservamos de entre lo escrito por el compositor, sin añadido alguno.
¿Y cómo es esta música, que conoce en este registro bajo la dirección de Harnoncourt su primera grabación mundial? Sencillamente desgarradora: he aquí lo más atrevido que Bruckner había escrito hasta el momento. Que la coda iba a ser grandiosa parece indudable, pero a tenor de lo que escuchamos no da la impresión de que el movimiento fuera a resultar manifiestamente afirmativo, sino más bien todo lo contrario. La Segunda Escuela de Viena quedaba sólo a un paso en esta partitura marcadamente “expresionista”, aunque el compositor no renunció a su vena melódica a la hora de escribir el más hermoso tema “coral” de su trayectoria.
El segundo compacto de esta edición, que se incluye en formato de SACD con soberbia toma sonora, ofrece la interpretación de la Novena “de toda la vida”, en sus tres movimientos, aunque en una nueva edición crítica a cargo del citado Benjamin-Gunnar Cohrs que, la verdad, no dice nada novedoso. Grabada en directo en el Festival de Salzburgo en agosto de 2002, Harnoncourt ofrece una lectura mucho más externa que sincera, desaprovechando las virtudes de nada menos que una Filarmónica de Viena.
Hay en su interpretación, qué duda cabe, momentos de una teatralidad apabullante -marca de la casa- y de una electricidad irresistible, pero se echan de menos cantabilidad, vuelo lírico y efusividad, por no hablar de “profundidad espiritual”. Además hay diversos pasajes caprichosos -de nuevo marca de la casa- que atentan contra la arquitectura global de la pieza; el scherzo, así, puede al principio parecer magnífico, pero su trío resulta precipitado, pimpante y hasta trivial. Pero es que estamos hablando de Harnoncourt, y con el director berlinés, ya se sabe.
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