No hace falta decir que cuando para grabar el soberbio ciclo de sinfonías brahmsianas en el sello EMI Klemperer se puso entre 1956 y 1957 al frente de la Philharmonia, por cierto mucho mejor aprovechada con él que con Toscanini (enlace), los resultados lograron evidenciar la poderosísima personalidad del anciano director alemán: su sonoridad granítica, su marcada sobriedad, la solidísima arquitectura de su trazo y la densidad dramática de su enfoque son inconfundibles. Ahora bien, ¿hasta qué punto es compatible el “antirromanticismo” de Klemperer con elementos tan decisivos en esta música como son el vuelo lírico, la melancolía o la ternura? Gustándome muchísimo el estilo de este director, no lo tengo claro: los resultados me parecen no ya discutibles, sino decididamente irregulares.
Las sinfonía que mejor le sale es sin duda la Primera. De ella existía un asombroso documento de 1928 que, aun mostrando en el ultimo movimiento algunas licencias y un entusiasmo desbordado que no deja de sorprender tratándose de quien se trata, nos muestra ya un enfoque mucho antes tenso, dramático y ominoso más que cálido o contemplativo. Claro que este magistral registro de 1957 es muy superior: la fuerza que Klemperer desarrolla en esta construcción, planteada con una solidez insólita, resulta descomunal. La introducción es tremenda, como reveladora es la rebeldía de los clímax del Andante sostenuto. A la introducción al cuarto se le podría sacar más partido, pero luego impresiona la tensión interna sin triunfalismos ni retórica que desarrolla en el resto del movimiento.
Las cosas funcionan bastante menos bien en la Segunda (cuya calidad sonora deja que desear: aun siendo estereofónico, se nota que pertenece a 1956). Y es que aquí la renuncia de Klemperer a no dejar volar las melodías, a no ofrecer concesiones a la ternura ni a dar flexibilidad al fraseo son un serio problema, como lo es también que el último movimiento, aun lleno de fuerza, no resulte todo lo personal ni emocionante que se podría haber sido. En contrapartida la tensión, la sonoridad oscura y al mismo tiempo de gran claridad que obtiene de la portentosa orquesta y, más aún, el enfoque rebelde y dramático del segundo movimiento ofrecen un manifiesto interés.
De la Tercera ofrece una interpretación muy desigual. El primer movimiento, pese a unos remansos no todo lo reposados y misteriosos que deberían ser, deslumbra por su fuerza y, sobre todo, por su genial arquitectura, con una orquestación tan desmenuzada que se descubren muchas cosas nuevas en la escritura. El Andante es amargo y concentrado. El tercero -como era de esperar- resulta muy distanciado, pero al contrario que en muchos otros “experimentos” del director, aquí Klemperer no logra decir cosas nuevas. El cuarto no alcanza toda la fuerza ni toda la personalidad deseables; el final es lento e inquietante, pero más intelectual que emocional.
La Cuarta resulta algo atípica para tratarse de quien se trata, al no ser tan clara y sobria como en él suele y dejarse llevar en algún momento por la emoción y el frenesí; tanto, que hay partes que resultan algo atropelladas. Eso sí, y como era de esperar, Klemperer se mantiene por completo ajeno a la poesía íntima y la espiritualidad, aunque en cualquier caso la interpretación tiene tanta garra que termina triunfando sobre sus carencias.
En cuanto a la Obertura trágica, parece claro que se le puede sacar más partido a los momentos introvertidos, pero la sobria fuerza expresiva y la solidez arquitectónica del director vuelven a ganar la partida. La Académica, directa y sobria, carece tanto de lirismo como de pompa, si bien se halla dotada de un singular sentido del humor, sarcástico y burlón. No podía ser menos tratándose de Klemperer. A sus fans, más que a los que quieran profundizar en Brahms, les gustará ante todo este ciclo, singularísimo y a ratos fascinante, pero desde luego nada recomendable como primer acercamiento a estas partituras.
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