
En la primera parte se interpretó el Septimino de Beethoven. Y pasó lo que tenía que pasar: está muy bien que la artista aborde esta página más desde la severidad neoclásica que desde la coquetería rococó, pero lo que no se puede es renunciar casi por completo a la cantabilidad, a la chispa y a la emoción que emanan de los pentagramas. El resultado fue una interpretación tensa, sólida y desde luego muy bien tocada, pero falta de alma y vida. Eso sí, no me aburrí tanto como en el soporífero Concierto de Beethoven que meses atrás le escuché en la misma sala, el Queen Elisabeth Hall, junto a la Philharmonia Orchestra y bajo la plomiza dirección de Mackerras.
En la segunda parte llegó el extenso Octeto schubertiano. Y con él, la sorpresa: el enfoque siguió siendo sobrio, tenso y dramático, muy ajeno a cualquier devaneo sonoro, pero Mullova y su equipo han evolucionado desde la grabación y han sabido mejorar su aproximación con una mayor variedad expresiva y un diálogo más rico entre los músicos, volviendo a destacar la musicalidad asombrosa del clarinetista Pascal Moraguès. En su faceta de violinistaMullova estuvo como casi siempre, ofreciendo un virtuosismo inatacable pero mostrándose un tanto fría. El resto del equipo (casi el mismo que el del compacto) se movió en un nivel de gran solvencia pero sin llegar a lo excepcional, incluido el violonchelo de Manuel Fischer-Dieskau, hijo de quienes ya sabemos.
Maravillosa música, gran interpretación: una gozada. Aplaudió con entusiasmo un público que en una hora tan extraña llenó la sala casi por completo. Semejante acogida, y en general la abundancia de la oferta musical en la capital londinense, supone todo un rayo de esperanza para la salvación de la cultura británica hoy salvajemente amenazada: mientras nosotros escuchábamos a Vicky la fría, en las estanterías de las tiendas triunfaba, en lugar de honor, la edición en DVD de Betty la fea ("Ugly Betty"). Cómo cae el Imperio...
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