Ya puestos, después del disco de 1983 he escuchado otros dos CD de Lorin Maazel en la cita del primero de año de la Filarmónica de Viena: uno incluye fragmentos de los conciertos de 1980 y 1982 –registrados uno o varios días antes, según reza la carpetilla–, y el otro trae una amplia selección del de 1981. No hay mucho que añadir a lo ya escrito en la entrada anterior: un milagro de belleza sonora, de ligereza, de fluidez y de elegancia. Solo subrayar la excelsitud poética que la batuta alcanza con Aquarellen, como también que en las polcas rápidas se pasa un poquito de la raya. Me hubieran gustado algo mejor desmenuzadas, a decir verdad. Ah, y puntualizar que la mayor parte del concierto de 1980 circula en otro CD que ya comenté por aquí hace tiempo.
En realidad, si escribo esta entrada es para exclamar, un tanto indignado, que esto sí que eran conciertos de Año Nuevo "de los de verdad", no como los de ahora. ¿Y que les pasa a los de los últimos años? Dos cosas. Una, que vemos en exceso a directores que pinchan total o parcialmente en esta música: hablo de Jansons, Thielemann, Dudamel y –sobre todo– Welser-Möst. Segunda, y más importante, que por motivos comerciales –vender más discos por aquello de que "esto no está en tu estantería"– se imponen piezas novedosas que valen bastante poco, al tiempo que se relegan las verdaderamente grandes. Y claro, más de dos horas de concierto para escuchar solo cuatro o cinco páginas maravillosas es demasiado. En aquellos programas de los ochenta también había de todo, pero con un equilibrio mucho mayor: la novedad no ocupaba más de la mitad del tiempo.
Añadiría quizá una tercera razón: la orquesta, que sigue siendo absolutamente maravillosa, ha perdido parte de la sonoridad de antaño. Se pongan algunos como se pongan, la cuerda actual no es la que era. En fin, siempre nos quedarán los discos.
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