El siguiente texto lo he escrito para el libro que traigo entre manos. A ver qué le parece a ustedes.
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Octubre de 1990. Han pasado solo nueve años desde que completó su grabación de las sinfonías de Anton Bruckner con la Sinfónica de Chicago (comentado aquí). Adicto como es al disco, Daniel Barenboim comienza ahora un ciclo nuevo, esta vez con la Filarmónica de Berlín para el sello Teldec. Y lo hace empezando por el final, por la Sinfonía n.º 9.
De entrada, se evidencia que la formación que acababa de pasar a las manos de Claudio Abbado, pero que era todavía en esencia la de Herbert von Karajan, resulta más adecuada que la norteamericana para la idea que el de Buenos Aires tiene del compositor. También se aprecia, en este primer eslabón de la integral, la evolución del maestro desde el registro anterior: el concepto sigue siendo eminentemente dramático, pero la tensión extrema de entonces ha dado paso a un planteamiento más plural y aquilatado en el que el fraseo gana en amplitud –los tempi de los movimientos impares son más lentos–, en concentración, en efusividad lírica y en variedad de acentos. Tal vez nos encontremos el “efecto Bayreuth”, ante la maduración que supone el paso de nuestro artista por el “foso místico” de Richard Wagner. Sea como fuere, lo cierto es que la arquitectura sale ganando en sentido orgánico y en naturalidad de la planificación, como también lo hace el tratamiento de la orquesta en plasticidad y en sonoridad organística.
En la Sinfonía n.º 5, registrada en noviembre de 1991, uno tiene que maravillarse ante la manera en la que el maestro va desgranando el arranque de la partitura, haciendo gala de una concentración fuera de serie y de una sensibilidad exquisita. Pero conforme va avanzando el movimiento, nuestro artista se deja llevar por el temperamento altamente dramático y escarpado con el que le gusta abordar a Bruckner y, lástima, el nerviosismo que hacía excesivo acto de presencia en su ciclo de Chicago termina haciendo mella en una interpretación en la que la espontaneidad y hasta la fiereza se ponen por encima de las demás consideraciones. El Adagio, siendo muy bello, resulta más externo y menos meditativo de lo que debería. Magnífico el Scherzo, siempre en la línea rabiosa con que el de Buenos Aires plantea la partitura, y un prodigio el Finale: difícil llegar –aquí sí– a un equilibrio más logrado entre temperamento y control de la arquitectura
Tras este relativo paso atrás, en febrero 1992 Barenboim ofrece una Sinfonía n.º 7 no solo mucho mejor que la de 1979, sino seguramente la cumbre de todo su Bruckner grabado. De hecho, un crítico tan experto en el compositor austriaco como Ángel Fernando-Mayo, y tan poco sospechoso de haber sido complaciente con nuestro artista, escribía allá por 1994 (La música sinfónica en disco, extra n.º 3 de la revista Scherzo) que esta grabación “es su mejor Bruckner hasta el momento, y un hito en su amplia y desigual discografía”.
Aquí es donde queda ya meridianamente claro cómo en este ciclo con la Berliner Philharmoniker equilibra el carácter dramático y escarpado de Chicago con ese componente esencial en este universo expresivo que es el de la reflexión y –por qué no decirlo– la religiosidad. Posiblemente panteísta, humanista si se quiere, muy alejada del fervor más o menos confiado, pero religiosidad al fin y al cabo. Lo hace ya desde un primer movimiento más concentrado, lógico y natural en su fraseo, en el que, como apreciaba Mayo, “el equilibrio constructivo se consigue a lo largo de un viaje a pie, esto es, moroso y atento las bellezas que van ofreciendo al paso las cimas y los valles”. El Adagio es uno de los más lentos de la discografía –Celibidache aparte–, pero en absoluto resulta moroso o narcisista, tan perfecta es la construcción de sus tensiones y tan reveladora la mezcla de espiritualidad, anhelo y vuelo poético que destila la batuta. El Scherzo vuelve a ser un prodigio: puro fuego, nada de exhibicionismo. Y quizá la gran aportación del de Buenos Aires sea el Finale, minimizando el carácter épico con el que habitualmente se le recrea para acentuar el terror –las sonoridades que extrae de la orquesta son catedralicias, imponentes–, el carácter opresivo y la rebeldía; cuidándose de no caer en el nerviosismo, planifica al milímetro hasta llegar a una coda visionaria, incandescente y bastante más ambigua que afirmativa.
La maduración no resulta menos considerable en la Sinfonía n.º 4, Romántica, incorrectamente datada en la carpetilla de mi edición en CD: no es de octubre de 1998, sino de octubre de 1992. Explicaba el avance José Sánchez Rodríguez en las páginas de Ritmo (n.º 651, febrero 1994):
“(…) en su anterior registro de 1972 con la Sinfónica de Chicago, comienzo de su primer ciclo, no había logrado dar una visión globalmente convincente de esta obra. En esta ocasión sí afortunadamente, aunque desde una perspectiva totalmente opuesta a la anterior. Si en aquella ocasión se disfrutaba del arrebato juvenil, de la inspiración súbita que propicia instantes arrebatadores y otros no tanto, Barenboim se nos muestra ahora como un artista maduro y mucho más sereno, cuyo sentido de lo trascendente alcanza y a veces supera al de los directores brucknerianos ‘viejos’ de todos conocidos. Su versión es amplia, de sonoridad a la vez maciza y envolvente –ideal la Filarmónica de Berlín– y posee numerosos detalles y pasajes en los que la inspiración alcanza cotas extraordinarias (…).”
Personalmente, echo de menos un poco de magia y de profundidad panteísta, esa que el maestro conseguirá más adelante con la Staatskapelle de Berlín, pero en cualquier caso nos encontramos ante una recreación muy bien tensada en su arquitectura, muy emocionante, que alcanza momentos altamente visionarios, –impetuoso Scherzo–, y que, por tanto, se aleja de lo meramente contemplativo. Esto no impide a Barenboim ofrecer una gran efusividad en el Andante, que a su vez ofrece un carácter anhelante muy revelador.
En 1994 graba las dos entregas siguientes. Como en su recreación con Chicago, la Sinfonía n.º 6 conoce una lectura más dramática que épica, antes amarga que lírica, pero aquí la arquitectura global está mejor trazada, es más tensa, y el resultado final mucho más emocionante. Sigue faltando algo de poesía y lirismo, pero a cambio hay fuerza dramática y brillantez sin retórica.
También en la Sinfonía n.º 8 Barenboim repite su enfoque a tumba abierta, pero aquí hay mayor rapidez y menor concentración, lo que se traduce en un primer movimiento igualmente implacable pero no tan atmosférico y ominoso, como también en un Scherzo algo nervioso. El resultado lo equilibran un Adagio más cálido y emocionante que el de la anterior ocasión, y un Finale un punto más aquilatado en su arquitectura. La toma sonora carece de la espacialidad y gama dinámica de la grabación de DG, que era absolutamente sensacional.
La Sinfonía n.º 3, magnífica toma en vivo de 1995, marca uno de los puntos más altos del ciclo: si la de Chicago era ya espléndida, Barenboim ofrece aquí una dosis mayor de flexibilidad, sensualidad y vuelo lírico, particularmente en el Adagio. El Scherzo resulta ahora más tremendo aún. Los extremos siguen siendo visionarios hasta el borde del desbordamiento.
Otro prodigio la Sinfonía n.º 1, registrada en noviembre de 1996: una versión urgente, premiosa, que deja de lado los aspectos contemplativos de la página –puede preferirse la sensualidad de un Karajan con la misma orquesta– para centrarse en los más rebeldes, lo que no le impide paladear con conmovedor y punzante lirismo el Adagio. El Scherzo, más que resultar furioso, posee una interesante amplitud épica. La toma sonora recoge muy bien una gama dinámica solo al alcance de las más increíbles orquestas. Se completa el CD con una interpretación de la cantata Helgoland que pertenece al mismo concierto de 1992 en el que se hizo la Romántica: interpretación mejor grabada que la de DG, y quizá por ello con una mayor sensación de depuración sonora, pero también más rápida, no tan visionaria y menos misteriosa. Dicho esto, puede que las voces masculinas del coro de la Radio de Berlín y del Coro Ernst-Senff sean aún mejores que las de Chicago.
El ciclo lo cierra en diciembre de 1997 con la Sinfonía n.º 2: muy concentrada, atenta al peso de los silencios, de portentosa arquitectura y enorme control. No hay tensiones muy encendidas, ni vehemencia ni carácter visionario, sino más bien una enorme naturalidad en el desarrollo de las tensiones y un perfecto equilibrio entre los aspectos épicos, los líricos y los dramáticos. El Andante no posee la magia, la ternura y el hondo humanismo de Giulini –memorable registro con la Sinfónica de Viena–, pero está maravillosamente paladeado y posee cierto registro amargo muy atractivo; en su conclusión parecen escucharse ecos de Lohengrin. ¿Se anuncia en esta última entrega, quizá, el Bruckner que Barenboim hará en el nuevo siglo? Algo de eso hay.
Dos advertencias. Una, que esta vez el maestro decide no grabar ni el Te Deum, ni el Salmo 150 ni la Sinfonía Cero. Dos, que la filmación del concierto de 1992 del que proceden Helgoland y la Sinfonía n.º 4 se encuentra disponible en la Digital Concert Hall de la Filarmónica de Berlín.
3 comentarios:
Me encantó. Muchas gracias por toda esta información de uno de mis compositores preferidos.
Fernando, muy buena descripción de este magnífico ciclo bruckneriano. Pero si te fijas de la Novena aparte de señalar los cambios generales en la manera de interpretar Bruckner de Barenboim no dices nada concreto sobre esa grabación. Por lo demás me ha gustado este fragmento de tu libro.
Recuerdo hacerme con el ciclo muy atraído por las portadas. Una idea genial dedicarle un planeta a cada sinfonía. Conocí este ciclo antes que el de Chicago, que me parece más espontáneo, más furtwangleriano. El de Berlín es monumental, más medido. Pero quizás el que más me gusta de todos es el último.
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