Me parece maravilloso que los periodistas y/o críticos musicales rindan homenaje a un artista desaparecido con los obituarios que les parezcan oportunos. Me resulta comprensible que algunos de ellos quieran presumir de la presunta amistad que mantuvieron con la persona fallecida, aunque ello haga que muchos nos preguntemos hasta qué punto las críticas hiperbólicas que fueron publicándose a lo largo de los años estuvieron marcadas por la existencia de la susodicha relación, o incluso si fueron escritas en ese tono precisamente para alcanzar esa deseada amistad.
Pero lo que resulta de todo punto repugnante es que se saquen a la luz pública las circunstancias pormenorizadas de la decrepitud y de los tormentos físicos y psicológicos sufridos durante la enfermedad. Esas son cosas que deben reservarse para la más estricta intimidad familiar. Lo peor de todo está en La Razón –así, con mayúsculas– por la que se hace, pues solo caben dos posibilidades: bien para evidenciar la cercanía que se tenía con la persona que se nos ha ido –dejando bien claro lo importantísimo que es uno–, bien para crear morbo y conseguir más lectores. Tal vez sea por las dos cosas al mismo tiempo. ¿Es posible caer más bajo?
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