Acudí a la última de las funciones -sábado 9 de octubre- de Madama Butterfly con el que el Teatro de la Maestranza recuperaba el cien por cien de su aforo pensando que me iba a encontrar con una de esas veladas operísticas que tanto le gustan a muchos aficionados: una voz de nivel mayúsculo y el resto discreto sin más. Pues no. Ni Ermonela Jaho, aun espléndida, alcanzó el nivel de lo sublime, ni el resto se quedó en la medianía. Fue una de esas raras producciones en la que todo se movió entre lo solvente y lo notabilísimo, sin que flojeara absolutamente nada. Quien salió beneficiado de semejante circunstancia fue Giacomo Puccini, cuya obra no fue utilizada ni por el divo o la diva de turno deseando exhibirse, ni tampoco por el director de escena más o menos genialoide (¡ay Dios mío, lo que ha hecho Rafa Villalobos con Tosca parece que se verá pronto por aquí!) que viene a contarnos su historia destrozando la dramaturgia original y montando otra que ver con la idea del compositor y con su música. Lo que vimos fue una Butterfly equilibrada, sólida y de dignísimo nivel que pasó como un suspiro y fue calurosamente aplaudida por el respetable durante largos minutos.
A mí lo que más me gustó fue la producción escénica, quizá la mejor que he visto –en directo o en filmación de este título–. Seguir el libreto al pie de la letra puede ser peligroso: se puede caer tanto en el tópico como en la cursilería. Recuérdese que de esta última ni siquiera se libró el mismísimo Jean-Pierre Ponnelle –con audio sublime de Freni, Domingo y Karajan, eso sí–. Tampoco sirve el distanciamiento, como se pudo apreciar en la reflexión metalingüística que proponía Mario Gas con aquella propuesta en la que asistíamos al rodaje de una película sobre Butterfly. Joan Anton Rechi hace lo más sencillo y, a su vez, lo más difícil: ofrecer una perfecta mezcla de sensatez, buen gusto y dominio de los recursos teatrales. Trasladar la historia hasta el momento de la bomba atómica sirve a efectos dramáticos sin convertir el asunto en un mero panfleto contra el imperialismo estadounidense, mientras que las ruinas entre las cuales se desarrolla la acción pone de relieve la crudeza del drama sin caer en el feísmo. Al personaje de Pinkerton se le retrata con todo su merecido cerdismo sin pasarse de rosca. Orientalismo de tarjeta postal, el justo: escena de la boda. Personajes como Suzuki o el Bonzo están muy bien tratados, mientras que la protagonista es cualquier cosa menos una adolescente frágil e ingenua: tras la caída de la bomba –fin del acto primero– es todo entereza, firmeza en los ideales y sacrificio por los demás. La dirección de actores, espléndida, lo mismo que la utilización de la plataforma giratoria. Buena la escenografía de Alfons Flores, irreprochable el vestuario de Mercè Paloma y maravillosa la iluminación de Alberto Rodríguez, que apostó por un tenebrismo lleno de sentido. Las magníficas fotos que le he robado a Julio Rodríguez y su blog A través del cristal les darán una idea de lo que digo.
Bien a secas la batuta de Alain Guingal, con dos excepciones: el flácido y deshilachado fugato inicial y toda la escena del suicidio, mucho antes decibélica –por no decir vulgar– que desgarrada. Pero quitando ese arranque y ese final, el maestro francés concertó con enorme solvencia, sacó buen partido a una Sinfónica de Sevilla que sigue todavía sufriendo los efectos de la era Axelrod y llevó la obra con nervio y pulso interno suficientes. Se echaron de menos un tratamiento más refinado de la tímbrica y, sobre todo, mayor magia poética en determinados momentos clave.
Ermonela Jaho fue de menos a más en un rol de exigencia extrema. La soprano posee un buen instrumento de carácter lírico y canta con técnica de enorme solidez, pero en el primer acto ni su voz se encuentra cómoda ni su temperamento expresivo termina de encajar con la recién casada: en el dúo se muestra más bien fría. A partir de ahí, se crece de manera considerable y ofrece una Cio-Cio-San que aun no siendo no del todo italiana, careciendo esa morbidez en el canto tan especial de la sublime Freni, sabe alcanzar un perfecto equilibrio entre belleza canora e intensidad expresiva, todo ello hasta alcanzar un final de enorme carga dramática. Me recordó un tanto, por concepto, a Renata Scotto con Barbirolli. El éxito entre el respetable estuvo más que justificado.
A Jorge de León ya le conocemos bien virtudes e insuficiencias: valentía en el canto, brillantez en el agudo y entrega expresiva por un lado, insuficiencias técnicas, escasa atención al matiz y discreto sentido de la cantabilidad por otro. Así las cosas, se entiende que sirviera a la perfección el lado chulesco del personaje –magnífico el tenor tinerfeño durante toda la conversación con Sharpless– al tiempo que se quedaba corto a la hora de disfrazarse de tierno y amoroso ante su víctima. Por cierto, ¿es su bigotito una referencia de esta producción escénica al propio Puccini, no precisamente un ejemplo de buen trato a las mujeres en la vida real?
Damián del Castillo se enfrentó a Sharpless con un instrumento más lírico de lo necesario, pero resolvió la papeleta más que satisfactoriamente haciendo gala de una línea de canto muy cuidada y de fina sensibilidad. Gemma Coma-Alabert hizo una más que correcta Suzuki, muy bien cantada y quizá algo impersonal. El Coro de la A.A. del Teatro de la Maestranza no lo hizo mal, pero en el celebérrimo “Coro a bocca chiusa” eché mucho de menos las maravillas que hicieron los de Valencia allá por diciembre de 2009 bajo la batuta de un tal Lorin Maazel. Qué tiempos aquellos…
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