Siempre escribo lo mismo cuando me toca referirme a los conciertos de la Joven Orquesta de Andalucía: que lo más importante no es si las versiones le gusten más o menos al crítico de turno, sino que los chavales tengan la oportunidad de enfrentarse a la experiencia de un concierto sinfónico con público y bajo una batuta lo suficientemente experimentada. Y que lo hagan de manera satisfactoria, es decir, tocando bien. En este sentido, puedo afirmar sin lugar a dudas que la OJA se encuentra –me refiero a los últimos tres o cuatro años– en el mejor momento de su trayectoria, y que hay motivos suficientes para que estudiantes y profesores se encuentren satisfechos. Otra cosa es que se pueda y se deba aspirar a más: si la cuerda sonó de todo punto admirable en el concierto del pasado domingo 4 de abril en el Teatro Villamarta, hubo serias desigualdades en los vientos, mientras que algunos desajustes significativos y más de un “accidente” –sí, ya sé que estos chicos no se ven precisamente todas las semanas y que no se les puede exigir lo mismo que a una orquesta con temporada estable– evidenciaron que no podemos dormirnos en los laureles, que hay que seguir aspirando a la excelencia. Dicho esto, el melómano que paga su entrada –yo mismo: en el Villamarta me desahuciaron como crítico hace muchos años– lo que quiere es escuchar buena música en buenas interpretaciones, y por ende también tiene derecho a expresar su opinión. Así que ahí va la mía.
Lo que más me gustó fue el estreno mundial del Concierto para bandoneón y orquesta escrito en homenaje a Astor Piazzola por el peruano residente en España Claudio Constantini (n. 1983), a la sazón solista del mismo. Las cartas estaban desde el principio sobre la mesa: no se trataba de experimentar con nuevos lenguajes ni de ofrecer densidades intelectuales o expresivas, sino de deleitar al público con una música por inteligible que supiera aunar la brillantez y el sentido del ritmo con una expresión sincera, salida del corazón sin quedarse en un superficial juego de sonidos. Lo consiguió nuestro artista, quizá no tanto en el movimiento inicial como en un segundo de apreciable sensualidad y en un tercero que incluía pinceladas muy sombrías e inquietantes. Su soberbio virtuosismo tocando el bandoneón le ayudó en el empeño, como también lo hizo una orquesta entregadísima y una directora que supo llenar de vida, estilo y comunicatividad a la música: Sarah Ioannides. Oblivion de Piazzolla sirvió de maravillosa propina –cambió de orden en el programa: estaba prevista al principio– a esta larga sección inicial de la primera parte.
Siguió la Rhapsody in Blue de George Gershwin, con Constantini esta vez al piano. A decir verdad, me gustó mucho más la reducción para piano solo que el maestro ofrecía en su disco América, interesantísima por centrarse en los valores melódicos de la pieza sin dejarse llevar, como la mayoría de los pianistas que no vienen del mundo clásico, por el despliegue de nervio e incisividad rítmica. La del Villamarta, que fue muy distinta a la hora de resolver numerosos pasajes, me pareció lineal durante los primeros minutos, como si el solista, aún nervioso por su merecido éxito tras el estreno, no hubiese alcanzado la concentración necesaria. Poco a poco fueron apareciendo matices, e incluso aportaciones muy creativas, pero el ausnto no terminó de funcionar. La dirección de Sarah Ioannides fue extremadamente irregular, alcanzando su mejor momento en un “nocturno” paladeado con excelso lirismo por una cuerda que bajo su batuta supo sonar con empaste y voluptuosidad, para luego irse dejando llevar por el mero espectáculo y ofrecer en el minuto final un catálogo de machaconería y mal gusto. Los jóvenes instrumentistas hicieron un enorme, maravilloso esfuerzo por sonar verdaderamente jazzísticos; hubo mucho riesgo, y por ello mismo más de una metedura de pata, pero prefiero esto al confort de conformarse con sonar fuera de estilo.
Sinfonía del Nuevo Mundo de Dvórak en la segunda parte. A la mayor parte del público le encantó. A mí no. El primer movimiento me pareció muy sensatamente planteado –dramático, sin equivocados pintoresquismos– y resuelto con mera corrección. El segundo podía haber sido maravilloso, porque estuvo muy bien paladeado y contó con un corno inglés formidable. Pero en el decisivo clímax central –hay que plantear las tensiones con concentración y de manera progresiva, permitiendo que se escuchen todos los temas que se combinan– Sarah Ioannides se mostró como una batuta vulgar y hasta chapucera. Digno el scherzo, muy en la línea del primero. En el Finale la directora empezó con una brillantez de cara a la galería muy molesta; luego fue hilvanando las diferentes secciones de manera desigual y concluyó sin dejarse llevar (¡menos mal!) por la vulgaridad festiva, pero sin haber mostrado una idea clara y coherente de lo que hay detrás de la partitura. Lo siento mucho, pero en esta obra capital hay que exigir bastante más.
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