miércoles, 18 de marzo de 2020

La mala leche de Klemperer

Suele decirse que Otto Klemperer, al menos el personalísimo y extremadamente genial Klemperer de los diez o doce últimos años de su longeva carrera, fue ante todo un director antirromántico. Es verdad. Que entendía la música como un enorme edificio sonoro de perfecta solidez concebido no de manera orgánica –como ser con vida propia, a la manera de los directores “apasionados” de la línea centroeuropea– sino matemática, en el que lo primordial es analizar la estructura, subrayar las líneas de fuerza y exponer racionalmente las tensiones entre estas. No es menos cierto. Que acostumbraba a evitar todo lo que pudiese derivar en emotividad, sensualidad y vuelo lírico, incluso aunque tal decisión fuera en contra –tercer movimiento de la Novena de Beethoven– de lo que pide la partitura. Pues sí. Pero lo que no es cierto es que fuera un director “objetivo”, “frío” o remiso a emitir una “opinión” sobre la partitura. Porque Herr Klemperer sí que tenía ideas, sí que adoptaba una postura intelectual, humana y también política –en el sentido más amplio del término– a la hora de interpretar. Una postura a la que difícilmente le podríamos poner una etiqueta, pero que podemos resumir en un concepto tan complicado de explicar como fácil de entender: el de la mala leche.


Basta con leer en la Wikipedia la biografía de este señor: bipolar, maníaco depresivo, operado de un enorme tumor cerebral, progresivamente paralizado en su motricidad, fracasado en su faceta de compositor, rechazado en Estados Unidos por su ideología de izquierdas y por las orquestas por su temperamento, recluido en el manicomio y luego fugado para terminar entre rejas… También su pasión extrema por la música, de la que se dice solo se olvidaba cuando había faldas de por medio, momentos en los que se mostraba bastante atrevido. Quizá hoy fuera tachado de acosador, no sabemos. Pero sí conocemos un montón de anécdotas que dan buena cuenta no solo de su extrema inteligencia, sino también de su enorme sarcasmo, de su desinterés de las convenciones, de su desprecio por todos y por todo, de su escaso interés por “quedar bien”. Ese vídeo que circula por ahí diciendo que la principal diferencia entre Bruno Walter y él mismo a la hora de dirigir es que su colega “es un moralista, mientras que yo soy un inmoral” resulta impagable, porque la sentencia no puede ser más acertada: mientras Walter, sin duda enorme director, buscaba siempre el equilibrio entre pathos y belleza sonora, el de Breslau se olvidó de toda concesión al público y formuló, en esos últimos años de su vida, una manera completamente nueva de acercarse a la interpretación musical basada en una insólita mezcla –auténtica cuadratura del círculo– entre el análisis racional y una visión subjetiva y extremadamente negra del ser humano y de la existencia.

Todo esto viene a cuento porque un amigo me ha pasado el reciente reprocesado (¡a 192 KHz!) de Kleine Dreigroschenmusik, una suite que precisamente él animó a Kurt Weill a realizar sobre su célebre creación lírica, y que él mismo estrenó allá por 1929. Hacía muchos años que no la escuchaba. Y he quedado impactado. Por la increíble capacidad de análisis de la polifonía de la obertura. Por la cantabilidad con que frasea la canción de Polly sin bajar en absoluto la guardia. Por opresiva fuerza dramática que inyecta en el número final. Pero sobre todo por la incisividad, el sarcasmo y la mala baba que desprende su acercamiento, muy en particular en la “Kanonen-Song”, que no dudo en calificar como una de las cosas más reveladoras que le he escuchado a este señor. Toda una declaración de intenciones, y una proclama política de visceralidad extrema: para encontrar similar desprecio hacia ejércitos y guerras hay que acudir a la Sinfonía nº 9 de Shostakovich y cosas así. Tremendo.

¿Los vientos de la Philharmonia? Increíbles, como siempre. Y la toma sonora ahora se revela portentosa. Ah, se me olvidaba: el Merry Waltz del propio Klemperer que se incluye como complemento vale muy poco. No se puede ser grande en todo.

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