Ya desde los compases iniciales queda claro que "ahí pasa algo": en lugar de sonar amenazadores, resultan más bien frívolos. Y no solo por la considerable rapidez de los tempi que Petrenko adopta a lo largo de toda la partitura, sino también, y sobre todo, por su deseo de restar contenido trágico. El primer movimiento resulta bajo su batuta soleado, jovial e incluso risueño, cuando no abiertamente festivo. Tanta brillantez puede enganchar, y sin duda engancha entre el público que busca espectáculo sonoro ante todo, pero se queda en la superficie de una música que alberga demasiados claroscuros como para ser ignorados.
Petrenko se decide por ubicar el Andante Moderato en segundo lugar. Y triunfa a la hora de hacer que la página suena ligera, transparente y bonita. Nada de pathos, de emotividad, de ese peculiar sentido panteísta y agónico que albergan estos magistrales pentagramas. El resultado es ideal para tomar té con pastas mientras al fondo se escuchan los cencerros de las lindas ovejitas. Beeeee.
La cosa mejora en el Scherzo: virulento, feroz, implacable en la rítmica, hiriente en los timbres, acertadísimo en las intervenciones de los solistas. El sentido de lo grotesco y de lo vulgar, esencial en la música mahleriana, está perfectamente captado. Aunque también es verdad que resulta demasiado rápido. Petrenko atosiga más por el tempo que por la tensión interna. Y se escora hacia lo ligerito, por no decir lo repipi, cada vez que se le presenta la oportunidad.
En el finale (¡por fin!) sí que se apuesta por lo ominoso y por lo dramático. El virtuosismo de la batuta obra aquí prodigios. Pero de nuevo hay algo que falta: sinceridad. Se sienten los decibelios, pero no la rabia. Impactan los tremendos contrastes sonoros, mas no se genera la atmósfera ominosa y enrarecida que esta música necesita. Todo resulta agitado a más no poder, cuando debería ante todo ser inquietante, agónico y siniestro. Por momento, el director parece confundir esta página con "The Ride to Dubno" de Taras Bulba que interpretó en su magnífico Concierto de San Silvestre, dicho sea con todos los respetos a mi queridísimo Franz Waxman. También hay alguna frase en los violines de una blandenguería extrema, por no hablar de los excesos de un timbalero que se lo pasa verdaderamente en grande. ¡Y qué decir de la sonrisa bobalicona que en todo momento luce Petrenko!
El público, por descontado, reacciona con el mayor entusiasmo al finalizar. Y algunos especialistas musicales derrochan palabrería hueca –he leído por ahí una crítica larguísima en la que no se dice nada, absolutamente nada sobre la interpretación propiamente dicha– para intentar justificar lo injustificable: que un señor que banaliza de manera bochonosa las grandes obras del repertorio tradicional ocupe el podio de una de las mejores orquestas del mundo.
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