martes, 18 de febrero de 2020

Agrippina en el Maestranza: teatro y música

Atención: no dejen de visitar el blog de Julio Rodríguez, de donde he sacado estas excelentes fotografías.

El Metropolitan de Nueva York ha abreviado considerablemente la Agrippina de Händel que actualmente se encuentra ofreciendo, en cines el próximo 29 de febrero: en lugar de hacerla completa en tres actos, presentan una primera parte de 95 minutos y una segunda con la misma duración, más un intermedio de 25 minutos. Total, 3 horas 35 minutos. El Teatro de la Maestranza ha optado por presentar la partitura en su integridad: el pasado sábado –tercera y última de las funciones– comenzamos poco más tarde de las siete y salíamos del teatro cerca de la medianoche. No sé cuál de las dos opciones es mejor, pero me parece probable que algunos, o muchos, nos hubiéramos aburrido como ostras en esas cinco horas de arias da capo una tras otras –escandalícese el que quiera: Meistersinger y Parsifal son más llevaderas, porque la música es muy superior– si no fuera por la inteligente, trabajadísima y muy divertida puesta en escena de Mariame Clément que venía de la Ópera de Oviedo y de la Ópera Ballet Vlaanderen.


La propuesta de la regista francesa no tiene nada de novedosa: trasladar la acción de las óperas barrocas a tiempos más o menos actuales es hoy lo habitual, y convertir las intrigas mitológicas o históricas en intrigas de pasillo y puñaladas de despacho, moneda muy corriente. Más original, quizá, es recrear los ambientes de los "culebrones de diseño" norteamericanos de finales de los setenta y todos los ochenta, con una Agrippina literalmente calcada de la icónica Joan Collins de Dinastía –Claudio era J.R. de Dallas, aunque de personalidad mucho más ingenua que la del personaje encarnado por Larry Hagman– y un diseño de produccción que alude al gusto hortera de nuevo rico propio de estos seriales. Pero lo que hace grande esta producción no es eso, sino lo verdaderamente importante: un sólido diseño de personajes y situaciones, un perfecto dominio de los recursos escénicos y, sobre todo, una enorme coherencia tanto con el espíritu del libreto como con lo que se escucha, es decir, con la partitura.


Al contrario de lo que hacen tantos directores "comprometidos" que no son otra cosa que narcisistas de insoportable divismo, Mariame Clément pone su propia personalidad, su ingenio y sus ideas al servicio de la obra, no al revés. No hay dramaturgia paralela, ni contradicciones ni situaciones ininteligibles. Incluso las escenas procaces –la protagonista limpiando con un kleenex la eyaculación de Pallante, para justo después masturbar a Narciso con absoluta explicitud gestual– no resultan gratuitamente provocadoras y están bien integradas en la trama. Formidable todo el movimiento escénico, lleno de dinamismo pero sin caer en el tremendo error del "miedo al da capo" de, por ejemplo, la Rodelinda de Klaus Guth que vi hace poco en Frankfurt: marear a los personajes en escena no solo no hace más llevadera la rigidez de la ópera barroca, sino que termina cansando al espectador. La dirección de actores, irreprochable, y muy bien llevada la integración de las proyecciones que continuamente tenían lugar en la parte superior de la escena. Fenomenal la idea de visualizar en pantalla la cruenta muerte de todos los protagonistas durante las danzas conclusivas: la realidad histórica fue muchísimo más terrible de lo que pueda imaginar cualquier culebrón.

Pensarán ustedes ahora que voy a cargar contra Enrico Onofri, al que sigo considerando uno de los mayores blufs musicales del panorama internacional. Nada de eso: su dirección de Agrippina me ha gustado. Aunque no especialmente por su trabajo con la Orquesta Barroca de Sevilla: a mí me parece que se limitó a concertar con profesionalidad, que en más de una ocasión cayó en la languidez –es un músico primario que oscila entre lo desenfrenado y lo flácido– y que lo mucho bueno que se escuchó en el foso fue responsabilidad ante todo de los músicos de la OBS, muy especialmente de su extraordinario equipo de bajo continuo. Si en esta ópera Onofri me ha convencido es por la formidable labor de matización expresiva que, en una a todas luces minuciosa, inteligente, entregada y seguramente agotadora labor realizada con Mariame Clément y con Marcos Darbyshire –responsable de la reposición–, realizó tanto de arias como de recitativos. No voy en esto a quitarle mérito a los cantantes, pero se nota muy claramente si de por medio hay una mente rectora o no: aquí se hacía teatro no solo desde la escena, sino también desde la música. Hubo un director musical que pensaba en clave teatral, y eso en ópera es básico. Onofri brilló en este sentido, y por ello triunfó de manera incuestionable.


El elenco vocal me pareció bueno, sin más. Descolló Ann Hallenberg en el rol titular: aunque no me pareció una recreación tan variada en acentos ni intensa en lo expresivo como la de Joyce DiDonato, su canto fue de muchos quilates por calidad vocal, solidez técnica y dominio del estilo, destacando su sensibilidad para regular el sonido y para ornamentar en los da capo. No me llamó la atención Xavier Sabata durante el primer acto, pero cuando llegó el segundo –suya es la mejor música de esta ópera– el contratenor catalán destapó el tarro de las esencias e hizo volar su voz con poesía extraordinaria. A semejante nivel, con voz pequeña pero bien timbrada, se movió Alicia Amo encarnando a Poppea: a despecho de algún accidente puntual, cantó con muchísima propiedad y apreciable convicción, al tiempo que demostraba una enorme soltura escénica.

La mezzo Renata Pokupic encarnó con solidez a Nerone haciendo gala de una línea de canto sin fisuras, aunque también sin mostrar una especial sensibilidad. La voz que mejor corría por el patio de butacas era la de Matthew Brook, pero se mostró muy corta en extensión para Claudio: la manera en que el barítono británico trampeó por la zona grave fue por momentos bochornosa. En contrapartida, fue un excelente actor. Aceptable sin más la pareja de enamorados de Agrippina formada por João Fernandes y Antonio Giovannini, que quizá hubieran encontrado mejore ocasiones de lucimiento en otro título: no es culpa de ellos que se lleven la música menos buena de la ópera. Poquita cosa a Giunone de Serena Pérez. Sobre el Lesbo de Valeriano Lanchas mejor guardar silencio.

¿En resumen? Claro triunfo tanto del Maestranza como de la OBS. Pero uno no deja de seguir planteándose cómo deben escogerse y presentarse los títulos de ópera barroca.

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