Por todo lo expuesto, comprenderá el lector que lo de ayer me supuso un verdadero jarro de agua fría. Porque su Primero de Tchaikovsky no solo no me gustó, sino que me irritó ya desde esos memorables acordes de la mano izquierda de la introducción, generalmente rotundos y poderosos, convertidos en arpegios desgranados con un toque aéreo y grácil con resultados de alarmante cursilería.
Fue la suya una interpretación por completo personal, que además de soberbiamente tocada estuvo ricamente matizada (¡qué portentosa manera de modelar colores y dinámicas, qué limpieza, qué control del pedal!) con una clara intención de huir de la rutina y de decir cosas nuevas, lo que en principio está muy bien: el riesgo siempre se agradece. El problema es que a mí esas cosas me parecieron equivocadas, porque iban en la linea de reivindicar ese Tchaikovsky leve, delicado y preciosista que muchos creíamos por completo periclitado, y encima añadiendo devaneos estilísticos (¡esto no es Chopin, por favor!) y una buena dosis de frivolidades, preciosismos y amaneramientos que desarticularon el discurso y lo convirtieron en una sucesión de pasajes más o menos bonitos sin una idea expresiva clara ni sincera detrás de semejante exhibición de virtuosismo.
Justo lo mismo que ocurrio con el célebre Moment musicaux nº 3 de Schubert que llegó de propina, una música maravillosa en su aparente sencillez que el pianista sevillano decidió "descubrirnos" a base de detalles preciosistas. Les juro que todavía no doy crédito: yo pensaba que este chico era el Luke Skywalker del piano español, y ahora resulta que podría tratarse de todo un Kylo Ren. Por si fuera poco, en una entrevista en ABC anuncia que su próxima actuación en Sevilla será haciendo el Cuarto de Beethoven al fortepiano, apuntando que la interpretación historicista "ofrece mayor libertad". Quizá ese futuro evento nos confirme su paso definitivo al lado oscuro de la Fuerza. O tal vez no, si el espíritu de su venerable maestra jedi Obi-Wan Leonskaja logra volver a su interior.
En cualquier caso, nada historicista hubo en el Tchaikovsky de ayer 19 de diciembre, porque tenía a su lado a la Sinfónica de Sevilla y a John Axelrod. Me pareció aceptable sin más la labor del maestro estadounidense en el Concierto para piano nº 1. Incluso se prestó al enfoque falsamente lírico e intimista de Pérez Floristán e hizo lloriquear a los violonchelos en el segundo movimiento para disgusto de un servidor, y quién sabe si de algunos cuantos melómanos más de los muchos que había en el Maestranza. Pero acertó en la obra que abría el programa, ese Hamlet tan desequilibrado en su desarrollo como interesante –esta semana me he escuchado seis versiones para hacerme a una obra que frecuento poco– en la que su batuta logró dar unidad a la deslavazada pieza y desplegó un lirismo en la cuerda genuinamente tchaikovskiano.
Sinfonía nº 4 para terminar. Hay precedentes singulares en el Maestranza. Ese enorme director de Tchaikovsky que fue Rostropovich la interpretó frente a la Royal Philharmonic en 1992, una versión que me pareció –yo era jovencito, no sé qué opinaría ahora– fogosa pero excesivamente estentórea. Mucho más cerca en el tiempo, la propia Sinfónica de Sevilla firmó una estupenda versión con Juan Luis Pérez, el padre de nuestro pianista. Y pocos años más tardes, el mismísimo Claudio Abbado hizo con la Simón Bolívar una lectura que, sin llegar a los resultados aún insuperados de su registro con la Filarmónica de Viena, fue a todas luces gloriosa.
Axelrod resolvió ayer la papeleta con muchísima dignidad, sobre todo al lograr trazar con solidez y buena progresión de las tensiones la complicadísima arquitectura del primer movimiento, dicho con convicción plena; lástima que en el clímax principal los trombones, no muy brillantes a lo largo de la velada, se comieran al resto de la orquesta, algo que fue responsabilidad plena de la batuta. El Andantino estuvo paladeado con gran delectación, aunque tendiendo a la morosidad y sin naturalidad suficiente; en cualquier caso, el maestro hizo cantar a la cuerda con enorme belleza y la hizo sonar con una solidez y un empaste –admirables violines y violas– como no se la escuchaba desde hace años. Muy bien el Scherzo, particularmente por el trabajo de filigrana que realizaron las maderas durante un trío que supo ser bullicioso sin caer en la frivolidad. E irreprochable el final, enérgico como debe ser, con un punto de rusticidad de lo más adecuado, pero sin caer en la vulgaridad del bombo y platillo. El público aplaudió a rabiar, merecidamente.
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