jueves, 16 de mayo de 2019

Tercera de Brahmns por Gardiner: permítanme desahogarme

Han pasado casi diez años desde que comenté las dos primeras entregas del ciclo sinfónico de Brahms a cargo de John Eliot Gardiner y su Orchestre Révolutionnaire et Romantique. Escribí entonces una entrada bajo el título "Johannes Brahms y el morro de Gardiner" en que las calificaba, quedándome corto, como tomadura de pelo. Hasta ahora no me he atrevido a escuchar la Tercera sinfonía. Permítanme unas líneas para desahogarme.


Sir John plantea bien el primer movimiento tanto en lo sonoro como en lo expresivo: la rusticidad de los instrumentos originales resulta atractiva y la batuta construye el edificio con empuje, con decisión y con adecuado sentido dramático sin que se aprecien puntos muertos ni caídas de tensión. Pero ahí también están los problema que se esperaban: la sequedad en la articulación, la falta de sentido orgánico en el fraseo, el desinterés por el misterio, la sensualidad y el vuelo poético de las melodías... Puro Gardiner.

El Andante funciona mejor de lo esperado: el maestro lo plantea sin prisas y lo desgrana con perfecta lógica dentro de una visión que, pese a algunos portamentos que se podría haber ahorrado, ofrece cierta severidad digamos "neoclásica" que no le sienta mal a la página. Por descontado, olvídense de esa particular mezcla de melancolía, anhelo y sentido fantasmagórico que han explorado otros directores, porque no van por ahí, en absoluto, los intereses del británico.

La articulación con que los violonchelos abren el Poco allegretto me parece horripilante tanto desde el punto de vista sonoro como desde el expresivo. Me importa un bledo que, presuntamente, en tiempos de Brahms pudiera sonar así: ¡viva Guilini! Claro que lo más espantoso llega con el trío, que en lugar de resultar anhelante está dicho a toda velocidad y se mueve entre lo nervioso y lo repipi. Al movimiento conclusivo se llega irritado y apenas se encuentra uno en condiciones de valorar hasta qué punto acierta Gardiner en la electricidad y al carácter altamente escarpado con que lo aborda: el maestro se deja llevar por el nerviosismo, la sequedad y la contundencia, de tal modo que al llegar a los clímax dramáticos todo suena bastante externo y poco sincero. La obra concluye de manera anodina, sin misterio y sin prestar atención a eso que está "detrás de las notas".

¿Conclusión? Otro bodrio de Gardiner. No debo extrañarme de que sea uno de los directores favoritos de mis críticos musicales "menos favoritos". Todo lo contrario: pura lógica.


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