Y es que ya está aquí el Barenboim que todos conocemos. Está el pianista que sabe frasear con flexibilidad, calidez y sentido orgánico, otorgando lógica a gradaciones y acentos; el que sabe aunar lirismo con pathos sin dejar de extrovertido y luminoso cuando debe; el que se atreve a plantear un J. C. Bach y un Pergolesi atrevidos en las dinámicas y hondos en la expresión sin que eso suponga disparate estilístico; el que sabe ser coqueto y galante en Mozart sin caer en la blandura o el preciosismo; el que atiende a la agilidad de Mendelssohn sin que el sonido pierda densidad ni la expresión caiga en lo frívolo.
Pero también hay otro Barenboim, este el más inesperado: el que destila un tremendo humor en el Intermezzo op. 119/3 de Brahms o efervescencia en los movimientos extremos de la Sonatina op, 13/1 de Kabalevsky. Y el que ofrece, oh sorpresa, siete preludios de Shostakovich dichos con una perfecta comprensión del universo del compositor, incluyendo todo su sentido de la ironía y de la inquietud, su capacidad para formular interrogantes, al tiempo que sabe ser gamberro y juguetón. ¡Menudo pibe!
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