miércoles, 9 de mayo de 2018

Visita a la Musikverein, con dos moralejas

Mi estancia en Viena coincidía con dos conciertos de la Filarmónica, ambos con un mismo programa bajo la batuta de Daniel Harding reemplazando al seriamente enfermo Zubin Mehta: Sinfonía nº 1 de Leonard Bernstein y Sinfonía nº 5 de Gustav Mahler. Se ofrecían a horas muy raras para las costumbres de nuestra tierra: el sábado a las 15:30 y el domingo a las 11:00. Cuando organicé el viaje solo quedaban entradas de pie sin numerar, al fondo de la sala, a siete euros cada. No me lo pensé dos veces y me saqué para las dos funciones. Total, si la experiencia no funcionaba el primer día, siempre podía no acudir al siguiente.
 

Llegué el sábado con media hora de antelación y me encontré que ya había cola para subir a la sala dorada –está en un primer piso– y coger los mejores sitios. Los que había llegado primero pudieron ponerse sobre la barandilla y disfrutar de una visión óptima, salvo que les tocara una columna delante. Los que llegamos con solo media hora nos tuvimos que conformar con mirar por encima del hombro de los primeros –yo me perdía un tercio de la orquesta, en buena medida por la dichosa columna–, y los que lo hicieron más tarde se limitaron a escuchar. Y todos tuvimos que aguantar de pie un concierto de dos horas veinte minutos, más la citada media hora de espera, soportando un calor infernal: el que hacía en la Musikverein y el que produce el apelotonamiento humano. La acústica, eso sí, excepcional.

Repetí el domingo, pero llegando un poco antes: de nuevo me tuve que conformar con una aceptable segunda fila. En el intermedio se me ocurrió ir al servicio, advirtiendo a los de mi alrededor de mis movimientos. Cuando volví, habían ocupado todos los espacios dejados por quienes no podíamos resistir nuestras urgencias mingitorias. Tuve que hacerme valer, y hasta vi discutiendo con un señor argentino que me aseguraba que “esto funciona así” y que, literalmente, quien se mueva en el intermedio pierde su sitio incluso habiendo llegado mucho antes que los nuevos ocupantes.

Primera moraleja de esta visita: si no tienen más remedio que acudir a la Goldener Saal con estas entradas de pie, lleguen al menos con tres cuartos de hora de antelación y sin ninguna necesidad fisiológica por resolver. Avisados quedan.

Dicho esto, fue una gozada entrar en la Musikverein, “sentirme” allí dentro y pensar en todos los conciertos que en esta mítica sala dorada se han ofrecido, grabado y filmado. Y encima, para escuchar a la mismísima Filarmónica. Solo la había disfrutado en directo una vez, allá por 1992 en el Teatro de la Maestranza, cuando Claudio Abbado dirigió una gélida y poco estilística Sinfonía Militar –Haydn a la Mozart– y una amanerada Primera de Mahler made in “Abbado del malo”, con guinda de una no menos preciosista obertura de Meistersingers. ¿Qué cómo me acuerdo tan bien? Porque tengo una grabación de los Proms de ese mismo año que repasé no hace mucho, con la que pude confirmar mi impresión inicial: que aquel concierto fue muchísimo menos bueno de lo que se dijo.


Pero volvamos al fin de semana pasado. Esto es otro mundo distinto, a distancia sideral de cualquier concierto de abono de la mayoría de las formaciones orquestales del planeta. La Filarmónica de Viena, aun sin la increíble seguridad de la Filarmónica de Berlín y de la del Concertgebouw, también quizá sin la flexibilidad de ambas, ofrece una belleza sonora asombrosa y una musicalidad extraordinaria. Más aún si la dirige una batuta de técnica suprema como es la de Daniel Harding. Con un nivel así no uno no tiene que estar pensando en esas cosas en las que inevitablemente repara en los conciertos “de andar por casa”: que si la cuerda suena agria o no, que si los trombones empastan, que si hay más o menos desajustes… Uno puede olvidarse de cuestiones técnicas y centrarse exclusivamente en la partitura y en su interpretación. Y a eso vamos.

Antes de escribir estas notas he vuelto a escuchar la transmisión radiofónica de la función matinal del domingo, por lo que puedo confirmar que Harding alcanza un muy notable nivel en la Sinfonía Jeremiah. Yo diría que cercano al del propio Bernstein o al de Dudamel, aunque sin llegar ninguno de ellos –tampoco el compositor– al increíble logro de Daniel Barenboim que comenté aquí mismo. En este sentido, creo que al primer movimiento el de Oxford le podría haber imprimido algo más de carga dramática y carácter opresivo, aunque no se puede negar que sus clímax desprendieran una apreciable rebeldía. El segundo fue el menos logrado: me lo llevó con menos velocidad de la cuenta y sin el carácter furioso que necesita, aunque también es cierto que acertó al alejarlo del mundo del musical, desgranó con mano maestra la escritura de las maderas y cantó con enorme belleza el hermoso tema lírico que contiene. El tercero estuvo paladeado con gran concentración y alcanzó grandes clímax trágicos, pero aquí lo mejor no fue la labor de Harding sino la intervención de Elisabeth Kulman, a la que recuerdo como Fricka en Valencia y en la última filmación de Falstaff por Mehta. La voz, de refulgente metal, corre de manera impresionante por toda la sala y sobrepasa a la orquesta incluso en los fortísimos, mientras que la expresión posee una fuerza, una sinceridad y una valentía que ponen los pelos de punta: esta señora nos ofreció en las dos funciones un pianísimo para recordar durante toda la vida, además de marcarse en el gran clímax una tremenda exhibición de fiato.


La Quinta de Mahler también la he vuelto a escuchar esta noche. Si allí mismo me gustó mucho, pero sin que llegara un servidor a salir levitando, ahora en el salón de mi casa me ha entusiasmado. Y es que en las dos funciones de la Musikverein –despierto desde las cinco de la mañana el primer día, con un dolor terrible de pies en el segundo, y en ambos casos sufriendo las serias incomodidades arriba referidas– probablemente no fui capaz de apreciar del todo lo que fue una versión excepcional. Con algún reparo: hubo en los dos primeros movimientos alguna frase algo más ingrávida de la cuenta, y en el tercero sobró algún detalle rebuscado. Reparos menores en una lectura de nivel extraordinario. No dudo en reconocer que ésta de mi antaño muy denostado Harding me ha gustado aún más que las que les he tenido la ocasión de disfrutar en directo a mis siempre admirados Barenboim y Nelsons.

Pero bueno, ¿cómo ha sido esta Quinta de Mahler? Hace poco comenté la toma radiofónica de una interpretación suya con la Filarmónica de Los Ángeles de 2012. Ahora ha entregado la versión corregida y mejorada: ya no hay dulzonerías en el Adagietto, por lo demás planteado de manera muy apolínea, mientras que el resto es, simple y llanamente, una perfecta puesta en sonidos, de una impresionante minuciosidad en la exposición y de una no menos admirable riqueza en el color, de una aproximación por completo ortodoxa. Quiero con esto decir que se pueden preferir lecturas más radicales en un sentido u otro, más personales o más creativas, también más viscerales y más dionisíacas (¡imposible olvidar la última grabación de Bernstein con esta misma orquesta!), pero nadie le puede negar a Harding la consecución de un perfecto equilibrio entre los tan diversos ingredientes de la obra: sobriedad luctuosa, furiosa desesperación, sentimentalismo un punto lánguido –el decadentismo debe estar presente, sin pasarse lo más mínimo de la raya–, jovialidad y goce vital, danza frenética, meditación estática y, finalmente, una explosión de júbilo que el aún joven maestro supo hacer intensa, sanguínea y arrebatadora como pocas veces se haya escuchado. Y sin merma alguna de la claridad en la exposición ni concesión alguna al mero espectáculo decibelio. La verdad, me parece que en el quinto movimiento hay que irse a la primera de las grabaciones de Solti con Chicago para escuchar algo superior.

Obviamente, todo esto hubiera sido imposible de llevar a la práctica sin una formación como la de Viena, la más mahleriana del planeta. Aparte de la proverbial belleza de su cuerda, ¡qué precisión y qué intensidad la de cada uno de los solistas de las maderas, todos ellos tan decisivos en una partitura de tan extrema exigencia técnica y expresiva! Por no hablar de la trompeta en el primer movimiento y de la trompa en el tercero. O de todo el conjunto de trompas. Magníficamente espoleados por un Harding que fue mucho más allá de levantar arquitecturas, trabajar texturas y equilibrar planos sonoros, los señores de la Filarmónica dejaron buen claro por qué forman parte de una de las mejores orquestas del mundo.

Segunda moraleja: si van a escuchar una interpretación de primerísima magnitud, háganse con un buen asiento y no acudan cansados. Y si eso no es posible, al menos consigan luego la grabación radiofónica.

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