miércoles, 16 de mayo de 2018

Ashkenazy dirige Rachmaninov y Beethoven en Barcelona

Tras el inolvidable recital de Radu Lupu, el segundo concierto al que asistí el pasado fin de semana en el Palau de la Música de Barcelona estuvo protagonizado por Vladimir Ashkenazy y la Orquesta de Cadaqués: Concierto para piano nº 3 de Rachmaninov y Sinfonía nº 6 de Beethoven en el programa. Tenía bastante miedo por lo que me podía encontrar, a tenor de los terribles resultados de su reciente integral Prokofiev parcialmente comentada por aquí. Pero todo fue sobre ruedas.


Ashkenazy conoce de maravilla el Tercero de Rachmaninov: desde aquella ya lejana grabación con Fistoulari hasta la de Haitink, pasando por las que realizó con Previn –la más redonda de todas– y con Ormandy, él ha sido el artista que más ha brillado en la parte solista. Partía de una excelente base, pues, no solo dominando el estilo sino también conociendo el tempo adecuado y cómo equilibrar la masa orquestal con el piano. Pero también hizo gala de una notabilísima inspiración: la voluptuosidad un punto decadente, la amplia cantabilidad (¡bellísimas frases en los violonchelos!), la intensa melancolía, el sentido de lo tenebroso y la brillantez bien entendida estuvieron servidas con muy sincera emoción, con vehemencia controlada, con un rico sentido del color y con ese fraseo flexible que necesita esta música. Un poquito más tanto de personalidad como de atención al detalle no le hubiera venido nada mal, pero en cualquier caso fue la suya una gran dirección, particularmente en un Intermezzo paladeado con sosiego y enorme vuelo lírico.

El solista era Denis Kozhukhin, un joven virtuoso al que un servidor no conocía absolutamente de nada hasta que me lo encontré el pasado mes de julio en Londres junto a Rattle y la LSO sustituyendo a Lang Lang en el Segundo de Bartók. "Un concierto que nunca olvidaré", me dijo en perfecto castellano y con cierta cara de susto durante la firma de autógrafos en el intermedio de este concierto barcelonés. Si puede con la citada monstruosidad bartokiana, obviamente puede con el dificilísimo –pero no tan imposibleTercero de Rachmaninov. Lo interesante para mí desde el punto de vista técnico es que no solo “las dio todas”, sino que lo hizo con el sonido que a mí me gusta para este autor: con músculo, con densidad, con peso en las notas. Nada que ver con lo que en esta misma obra hace la aérea –y mecanográfica– Yuja Wang, o lo que hace el japonés Kazune Shimizu, con quien precisamente Ashkenazy grabó la obra en su faceta de director para el sello Triton en 2007.


En cualquier caso, además de las cuestiones técnicas están las expresivas, Y en este sentido Kozhukhin, sin alcanzar en modo alguno la poesía al teclado del propio Ashkenazy, ni la de un Gavrilov o un Kissin –por citar otros dos grandes en este concierto–, se mostró como un artista sensato, centrado y musical, que sabe inyectar pasión en las notas, planificar de manera admirable los clímax y no caer en mecanicismos. Su visión, por otra parte, alcanza un adecuado equilibrio entre lo lírico y lo dramático, sin quedarse en una mera evocación melancólica pero tampoco convirtiendo su parte en una exhibición de músculo y destreza digital. Únicamente me desconcertó su manera de abordar el scherzando central del segundo movimiento, no diré que cuadriculado, pero sí dicho a la mayor velocidad posible con la clara intención de demostrar que su la densidad de su sonido pianístico no está reñida con la más pasmosa agilidad.

Estuvo bien la Pastoral. Bien a secas, pero eso en una obra tan resbaladiza ya es mucho. Ashkenazy no se anduvo por las ramas y ofreció una interpretación de un solo trazo, directa y altamente comunicativa, en la que los aspectos más filosóficos de la partitura quedaron por completo relegados frente al despliegue de vitalidad, de entusiasmo y de disfrute diríase que carnal que permiten los pentagramas. Los matices fueron escasos, sobre todo en lo que a la gama dinámica se refiere. Las texturas estuvieron poco trabajadas y, en general, la lectura desprendió cierta sensación de tosquedad, o al menos de falta de refinamiento, pero es preferible eso, músculo un tanto primario pero lleno de fuerza y de convicción, muchísimo antes que el preciosismo, la levedad y la cursilería de un Abbado, un Herreweghe o un Rattle, por citar solo a algunos de los directores que en tiempos recientes –sin miramos al pasado la lista sería interminable– que se han estrellado contra esta sublime partitura.

No, la del de Gorki no fue una interpretación aséptica, ni trivial ni “pastoril”, sino intensa y llena de convicción. Por eso me gustó. La orquesta, desde siempre magnífica, respondió con el nivel que era de esperar y se entregó por completo a un Ashkenazy que durante los aplausos, radiante, dejó bien claro que en este primer encuentro había quedado enamorado de ella. Gran concierto.

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