Lo mejor es que no hay en esta Novena rastro de pretenciosidad alguna: parece que se acabó ese Harding cuyo arte se basaba –recuerdo con cierta fidelidad sus palabras de hace años– en “hacer el repertorio tradicional de manera poco tradicional”. Y es que este es un Mahler ortodoxo por los cuatro costados, sin el menor espacio para la excentricidad en tempi, en fraseo, en equilibrio de planos sonoros ni en acentos. Y tampoco lo hay, felizmente, para la contemplación estática, las languideces ni suerte alguna de amaneramiento. Solo encontramos intensidad dramática, que es lo mejor que puede inyectarse a esta partitura. Una intensidad magníficamente controlada por una planificación flexible al tiempo que rigurosa, y que tampoco descuida la claridad en los tutti ni la expresividad de la tímbrica: el colorido es rico, intenso, y se encuentra lleno de significaciones.
Concretando un poco, el primer movimiento arranca con la adecuada concentración y sube con desgarrada intensidad hasta el primer clímax; a partir de ahí se desarrolla con con algún altibajo pero de manera notable, sin esa precipitación que afectaba a las referidas recreaciones de Barenboim y Chailly, aunque también sin el grado extremo de depuración sonora del que hacían gala tanto estos dos maestros como Haitink. En cualquier caso, ninguno de los directores citados alcanza, ni de lejos, el grado de humanismo de Giulini (¡esa manera de hacer cantar a la cuerda de Chicago!) en su memorable, irrepetible grabación para Deutsche Grammophon.
El segundo movimiento se distingue por su buen equilibrio entre el espíritu de ländler y el de “danza macabra” expresionista, haciendo Harding que las maderas intervengan con el adecuado espíritu burlón sin necesidad de cargar las tintas. Para eso ya está Klemperer, a todas luces el mejor recreador de este movimiento y del siguiente, un Rondo-Burleske que, en cualquier caso, el británico aborda con incisiva tímbrica y furia admirablemente controlada.
El Adagio, finalmente, sin ser el más doliente que pueda escucharse, se encuentra expuesto de manera irreprochable y desprende una sinceridad abrumadora; el final es sobrio, sin lugar para la esperanza, pero tampoco para ensoñaciones autocompasivas.
La toma sonora es magnífica; al menos a través de la plataforma Tidal, que es como yo la he escuchado. Ojalá este fin de semana termine de confirmar –ya veremos cómo hace el Adagietto– que Harding es uno de los grandes mahlerianos del momento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario